“La ciudad es nuestra”
Se dice que “The Wire”, traducida como “Bajo escucha”, que se emitió originalmente en la primera década del siglo, es la mejor serie policial de la historia. Hay muchas razones para que se diga esto, algunas técnicas, como la música y la excelencia de las interpretaciones. La principal, sin embargo, es la carencia de artificio. Expliquémonos. Las ficciones policiales, tanto para televisión como para cine, son generalmente un poco inverosímiles. Uno puede notar que han sido armadas para el espectador, para su entretenimiento. Parten de ciertas premisas, como de un detective genial o moralmente impoluto, o como de un asesino en serie que manda mensajes con los crímenes que comete, o como de un equipo policial lleno de conflictos o, por el contrario, extraordinariamente competente, que persigue sin descanso a los malos; premisas que solo cabe aceptar, pero que sabemos que no se sostienen.
Lo mismo ocurre en la literatura. Grandes éxitos como “El psicoanalista” de John Katzenbach simplemente no se sostienen; a cada página uno sabe que son artificiales, hechos a posta para atraer nuestra atención y entretenernos durante unos dos o tres días. Si se busca más que pasar el tiempo con ellos, se arruina su lectura completamente.
Quizá el lector piense que es injusto traer a colación a Katzenbach, cuando se podría hablar de James Ellroy, que tiene otro nivel como escritor policial. Sin embargo, tenemos que concordar en que “L. A. Confidencial” (Ellroy es autor de este libro, que en 1997 dio lugar a una aclamada película de Curtis Hanson) también es artificiosa. No es posible pensar en una red de prostitutas que se parezcan a antiguas actrices de Hollywood como algo realista.
Bueno, pues, “The Wire” es profundamente realista. Tanto que resulta perturbadora. No digo “realista” en el sentido de la “porno-miseria” o algo por estilo, aunque retrate los barrios bajos de la ciudad de Baltimore, una de las ciudades más violentas de Estados Unidos. Digo “realista” en el sentido de que toma en cuenta las fuerzas reales que intervienen en los hechos que narra: la inercia burocrática, la estupidez y vanidad de jefes y subordinados, la corrupción, la ambición, la codicia, la imposibilidad de hacer cambios, las reglas no escritas del trabajo policial, la crueldad de los delincuentes, la humanidad de los peores y la miseria de los mejores… en fin. Se aproxima más a la vida real que un documental, ya que estos casi están condenados a establecer una distancia con la realidad, al racionalizarla y al limitarse a contar lo que se sabe, que rara vez es todo lo que se quiere saber.
Digo “aproximación” y no “coincidencia”, porque es probable que la realidad sea completamente caótica, y toda obra de arte necesite introducirle un cierto orden que la haga comprensible, igual que establecer en ella cierta progresión hacia un estado más perfecto. Sin ello, el arte perdería su carácter y razón de ser.
Una de las claves explicativas de la vocación y capacidad realista de “The Wire” reside en el hecho de que la serie hubiera sido creada por un periodista de sucesos, David Simon. Todo esto viene a cuento, justamente, porque Simon creó, junto a George Pelecanos, una miniserie estrechamente emparentada con “The Wire”. Se llama “La ciudad es nuestra” y está basada en el libro del mismo nombre de otro periodista de sucesos, Justin Fenton, que narra un caso real de corrupción policial en Baltimore.
Tiene la ventaja sobre la referencia previa –por lo menos para mí– de ser una miniserie, con solo seis capítulos, lo que nos permite esperar un producto más despojado y quintaesenciado; por tanto, más memorable. Hasta ahora solo se ha visto en la plataforma HBO Max tres capítulos, y confirman que, aunque menos ambiciosa que “The Wire”, la nueva creatura de Simon tiene una parecida calidad. Trata de un grupo policial de Baltimore encargado de la “recuperación de armas” que se corrompe y, simultáneamente, de la brutalidad policial, generalmente permitida por los directivos policiales, y que se ensaña en particular contra los afroamericanos. Presenta el mal un poco en la clave puritana típica de los estadounidenses (es “caída” y termina en arrepentimiento), pero, sobre todo, y en esto se diferencia del lugar común, lo presenta como un fenómeno sistémico y no individual, tejido por múltiples cobardías y complicidades, de las cuales somos capaces todos.