“La última sesión de Freud” o que viva Anthony Hopkins
Freud tiene 83 años y está muriendo de un cáncer en la boca. En sus últimas semanas de vida, tiene una misteriosa entrevista con un erudito de Oxford. Sobre este ambiguo dato, el psiquiatra estadounidense Armand Nicholi escribió el libro “La cuestión de Dios”, postulando que con quien Freud se encontró entonces fue con el escritor de ciencia ficción C.S. Lewis, autor de la serie “Narnia” y miembro del mismo grupo artístico que J.R.R Tolkien, el creador de “El señor de los anillos”. Imagina que su conversación exploró otro terreno fantástico: la cuestión de Dios, justamente. Lewis fue una suerte de activista cristiano, autor de varios libros en defensa de su fe.
Esta idea fue llevada por Mark St. Germain a una obra de teatro que luego convirtió, junto con Matthew Brown, en la película “La última sesión de Freud”, que se puede ver en Prime.
Freud es interpretado por Anthony Hopkins. Lewis por Matthew Goode. Su encuentro se produce en torno a una crítica periodística de Lewis al psicoanálisis. Muestra respeto por Freud, pero cuestiona su antropología: el hombre no es sólo sus pulsiones versus su cultura, en lucha implacable entre sí. Freud lo ha convocado. ¿Por qué aceptó venir, si podía esperar una reta? Porque Freud “no es alguien al que se le diga no”. En efecto, no lo es. Pese al dolor físico, sigue siendo, lo podemos notar, un gigante. También un opresor, al parecer. En este momento entra en escena su hija, Anna (Liv Lisa Fries) la famosa continuadora —en una línea cuestionada por otros psicoanalistas— de la obra freudiana.
La película se trifurca a partir de este momento. Por un lado, está la ya varias veces citada “cuestión de Dios”; en segundo lugar, el misterio de la relación de Freud con Anna, que amenaza con revelar a un monstruo, y, en tercero, el análisis de la personalidad de Lewis, que expresa un estrés postraumático cuando las bombas nazis caen sobre Londres, donde Freud está exiliado. Estos dos últimos misterios son de índole psicoanalítica.
Tres temas de mucho calado para ser abordados satisfactoriamente en un solo movimiento. El que mucho abarca, poco aprieta. Al final todos los asuntos quedan más o menos en agua de borrajas. Además, en todos ellos se comete un error típicamente pretencioso: se carga mucho las tintas en las premisas, se hacen numerosas insinuaciones, y luego no se sabe cerrar bien la línea argumental. El parto de los montes: trona y trona y nace… un ratón.
¿Por qué ver entonces “La última sesión de Freud”? Bueno, existe una lista corta de razones para hacerlo: a mí me gustan las películas basadas en obras de teatro; me gustan los biopic y no está mal que los protagonistas de este sean dos intelectuales y escritores, no asesinos en serie o ganadores de concursos.
Al margen de estas razones personales, está la causa universal de la presencia en esta película de Anthony Hopkins, viejo, quizá, pero ideal para el papel, al que llena de vida y de fuerza, situando a su personaje mucho más allá de los fallos del guión.
Soy lector de Freud, todos deberíamos serlo: ilumina la conciencia con sus noticias sobre el inconsciente; pues bien, de aquí en adelante no podré dejar de imaginar, mientras lo lea, que del otro lado no está ningún otro que Hopkins, con sus rápidos tics, su voz tan rica en tonalidades y su inconfundible acento británico.