La vertiente 60 años después: “Yo quisiera que ustedes vengan donde mí”
- En La vertiente (1959) de Jorge Ruiz –ahora accesible en youtube– vimos y escuchamos por primera vez en el cine no pocas cosas: gente que hablaba en los acentos de cambas y collas; los mántricos ritmos de un curichi; una serenata de trasnochador; una chovena bailada por niños; carretones tirados por bueyes; erguidas mujeres de tipoy que caminan con el cántaro en la cabeza; el rumor y el viento que los árboles centenarios hacen al caer; un grupo de parroquianos orientales en un bar (que se llama La Pascana); el eco de los tiros de un fusil dirigidos al cielo; pahuchis de tacuara y de madera; una pelea de borrachos; una legión de hormigas agresivas; hermosas tomas nocturnas; la secuencia de un sueño; una tamborita; pacumutos a la leña; niños jugando.
- Es quizá apropiado que una película sobre el agua se abra con ella: mientras leemos los créditos, la vemos correr y, hacia abajo, a un grupo de niños que juega en ella. Poco después se presenta a los personajes centrales: Teresa (Rosario del Río), la bella colla, maestra de los querubines que chapotean, y Lorgio (Raúl Vaca Pereyra), el galán camba que justo acaba de llegar de cazar caimanes.
- El de Teresa y Lorgio es un encuentro definitivo en el cine boliviano: primera versión de una larga lista de obsesivas escenificaciones de la diferencia regional. En esta, la distancia es casi arquetípica: la colla, acaso por que está fuera de su elemento, es insegura; y quizá para disimular su incomodidad en el mundo, es disciplinadamente malhumorada: las primeras frases que le escuchamos decir son negaciones (“no hagan”, “no suban”, “no salten”). El camba, en cambio, es un diestro del aplomo corporal, de la facilidad de palabra en la conversación casual, de la afabilidad que luego devendrá santo y seña de una identidad.
- Por ejemplo esta escena: Él, de pie al borde de la poza, la mira. Ella, pudorosa, se agacha dentro del agua y apena saca la cabeza.
—Usté’ e’ del interior, ¿no? –le dice Lorgio, como ejerciendo su sexto sentido camba, ese que le permite identificar collas a primera vista.
—Soy de La Paz –responde ella, apurada, como para dejar en claro que viene de un lugar civilizado, no del “interior”.
—Deme pué’ la mano ¿O en La Pa’ hablan así con el agua al cuello? –propone él, ya haciéndole el entre.
—¡Váyase! ¡Váyase! –grita la colla que, como muchas, está siempre al borde de un ataque de nervios.
- Además de Ruiz, que la dirige, en La vertiente está Óscar Soria, en uno de sus primeros argumentos y al principio de una carrera que lo convertirá en el hilo de agua que conecta tres décadas del cine boliviano, guionista de por lo menos 10 clásicos, no sólo de Ruiz sino también de Jorge Sanjinés, Antonio Eguino y Paolo Agazzi. (La vertiente es además, en parte, una película argentina. Es argentino el fotógrafo, Nicolás Smolif; es argentino Tito Ribero, musicalizador de más de 200 películas; es argentino José Cardella, montajista de más de 100 películas; y son argentinos los legendarios laboratorios Alex donde se procesó la cinta).
- La vertiente cuenta dos historias: En la primera, seguimos un romance que, como es de rigor, no promete mucho: es poco probable que la colla reprimida y represiva, la maestringa de interior, termine en brazos del camba indolente, suelto de cuerpo, lúdico, borracho y vago. La segunda historia es la del agua, según una oposición que enfrenta el agua sana del chorro (la vertiente del título) al agua mala del río. Esas historias, claro, están destinadas a encontrarse y dejar de ser lo que son. Ese momento llega por un procedimiento clásico: lo que une el romance a la historia del agua es la desgracia, es decir, la infección por el río y la muerte de Luchito, alumno de Teresa, discípulo de Lorgio (“Yo voy a cazar”, le dice el niño a la maestra, “y le voy a traer un tigrango”). Aquí, como sucede con frecuencia en Bolivia, la catástrofe es la que conduce a la solidaridad.
- Desde el momento en que Lorgio y Teresa son unidos por la muerte de un niño, comienza otra película: la del activismo de la maestra, que deviene el activismo de Lorgio, del pueblo y luego del Estado. Al principio, se retratan las limitaciones de ese voluntarismo de rifas y trabajos amateur. La gente se burla de Teresa: “Elay la ingeniera”, le dicen, en vez de piropearla, los cambas que la ven pasar. Pero las cosas cambian, empezando por Lorgio, que de macho seguro de sí mismo pasa a ser un rendido a las seguridades de la collita militante: “Esa pelada –les grita a sus compañeros de farra– es má’ macha que toodingos nosotros juntos. Y los vagos no tenemos derecho a hablar”. Ya con el segundo accidente de la película –otra señal de esa providencia atea que es la desgracia–, el pueblo recapacita y se organiza: las impolutas masas de Rurrenabaque no descansarán hasta tener agua potable.
- Entre tantas cosas que aparecen por primera vez en La vertiente, no es la menos memorable la que es también la más visible: la colectividad. Como se anuncia al principio, esta es la historia de un cuerpo social que se organiza (por los incentivos de una joven activista y en contra de la rutina provinciana). Y esta colectividad no es la que, en versión clasista clásica, luego propondrá el cine de Sanjinés, sino la del sueño nacionalista: “la patria” es el esfuerzo común junto al Estado. El civismo retratado es por eso uno de marchas, de ceremonias colectivas, de discursos alusivos a la fecha. Y la representación de la colectividad, como corresponde a un imaginario corporativo, se busca en los representantes emblemáticos de las fuerzas vivas: el cura, el empresario, el militar, el minero (que llega en avión), la madre, los niños. Vemos miles de pies, de cuerpos, de palas y azadones (y no de fusiles), en multitudes que se la pasan subiendo o moviendo montañas, siempre en caravana. Y por segunda vez nos dan ganas de llorar: ¿esa es, por fin, la colectividad?
- En su hora de diestra combinación de documental y romance melodramático, La vertiente se las ingenia para amontar secuencias memorables. Recomiendo estas: la llegada del cazador en canoa; la serenata nocturna; o Teresa en medio de la selva, vista desde arriba. Por ejemplo, al verla así, nos preguntamos: ¿Las dificultades de la organización colectiva son para ella, la colla, mayores que las de estar solita en la selva, de noche, con tantos bichos cerca? ¿Es ese el momento de crisis personal en que Teresa –como Jesús en el Huerto de los Olivos– se transforma en la activista que quiere ser?
- La he visto diez veces y nunca he logrado contener el llanto al final. Resumo: el pueblo organizado agradece a la maestra, apenas recuperada de su convalecencia; ella responde al agradecimiento en un discurso casi incomprensible, tartamudo. Mientras lo dice sucede un milagro: el que parece otro ritual cívico se transforma ante nuestros ojos en una afirmación del afecto como principio del lazo social: “Yo quisiera… yo los quiero… a todos los quiero… yo quisiera … que ustedes vengan donde mí… como ahora han venido… ustedes han venido…”. Y ya sin palabras, esconde el rostro en el pecho del galán. Fin.