Mujercitas, según Greta Gerwig
En casa, el libro de las chicas era Mujercitas, mientras que el de los chicos era El tigre de la Malasia. Ningún miembro de alguno de los bandos hubiera confesado haberle echado una ojeada al libro rival. Jamás. Eso solo ocurría en la clandestinidad.
Por otra parte, Mujercitas era uno de los libros favoritos de mi mamá (jefa de las chicas y los chicos), de modo que los comentarios aprobatorios sobre esta obra no se podían poner en duda. Estaban respaldados por una considerable –y, para nosotros, ignota– “experiencia de vida”. Si así se pintaba las relaciones entre hermanos en tiempo de crisis, y Mamá decía que era “cierto”, pues entonces no había otra posibilidad: así era como realmente eran las relaciones fraternales en tiempo de crisis (en este caso, durante la guerra). Por suerte, nosotros no teníamos ninguna guerra, lo que nos evitaba el tener que practicar el gesto del sacrificio personal en aras del bienestar familiar. Uff, qué suerte la nuestra que no teníamos que donar nuestros regalos de navidad o, en clave menos frívola, que no teníamos a Papá lejos ni a una hermana enferma grave.
Es verdad que tampoco organizábamos veladas de teatro doméstico ni escuchábamos música clásica, pero en cambio teníamos nuestros propios ritos: nuestros libros, uno para ellas y otro para ellos, y nuestras revistas, y nuestra microsala en la que nos tirábamos a leerlos.
Esta es mi historia. Seguramente los lectores tienen otras diferentes y, a la vez, en el fondo, parecidas. Esta es una de las propiedades de los clásicos: son las obras que, de una u otra manera, se entreveran con nuestros recuerdos personales y familiares. Quizá esto explique Mujercitas, de Louisa May Alcott , se siga llevando al cine hasta nuestros días (las dos últimas adaptaciones son de 2018 y 2019), y que los paceños hayamos ido en bastante número a ver la última de ellas, pese a los horarios disuasivos en los que fue exhibida inicialmente, y que luego serían cambiados por ese reclamo que constituía la afluencia de público.
La versión de Mujercitas de la joven directora Greta Gerwig ha sido aplaudida por la crítica por su vivacidad, su sentido de la composición, su inteligente “remodelación” de una vieja historia, a fin de que pueda hablarle más directamente a las actuales generaciones. Un aggiornamiento que derivó en el hincapié que la cinta hace en ciertos comportamientos feministas –los cuales se extreman pero no se inventan, ya que el libro de 1868 era avanzado en este sentido–.
El personaje protagónico es el alter ego de Alcott, Jo Marsh, joven inteligente y valerosa que quiere hacerse una vida propia con su trabajo como escritora de cuentos comerciales. En torno a ella danzan todos los personajes clásicos: sus hermanas Meg (Emma Watson), Beth (Eliza Scanlen) y Amy; su eterno enamorado Laurie (Timothée Chalamet) y el acaudalado abuelo de este; la tía ricachona y rezongona (Meryl Streep), en fin, sus santurrones padres (Laura Dern y Tracy Letts). Todas las interpretaciones son de gran calidad. Saoirse Ronan, que interpreta a Jo, y Florece Pugh, que hace lo propio con Amy, han sido nominadas a los premios Oscar a la mejor actriz protagónica y de reparto, respectivamente. La película tiene otras cuatro nominaciones, entre ellas una a Gerwig por mejor guion adaptado.
El guion es, en efecto, una de las claves del fresco atractivo del filme, aunque sus idas y venidas temporales y sus vertiginosos diálogos terminen causando un poco de confusión en el espectador. Nada grave. Es un lindo guion, lleno de chispa y sentimiento, que elude hasta donde le resulta posible el aspecto cursi e ingenuo de la obra en la que se basa –sin, simultáneamente, ignorarlo del todo, ya que es parte sustancial del encanto de esta–.
Pero lo que más me gustó de esta versión de Mujercitas (además de la actuación de Ronan) fue la puesta en escena, esto es, la suma de la música (también nominada), el vestuario (igual) y los movimientos de los actores y de la cámara, que son incesantes y rítmicos. Jo y sus hermanas entran y salen de bailes, bailan en ellos, entran y salen de reuniones en salones y en jardines, juegan en el ático, celebran una boda, todo como dentro de una gran coreografía. Si hubiera que describir con una palabra esta película, la palabra dinámica vendría a nosotros. Es un película cargada de la fuerza de la juventud, capaz de reflejar muy directamente, igual que el libro de Alcott, ese periodo de la vida en que se albergan –lo diré saltándome a otro escritor– “grandes esperanzas”.
Pese a lo que se crea hoy, ser joven no es ningún mérito, pero, en cambio, es un espectáculo. Pocas cosas más bellas (para un viejo) que ver a los jóvenes viviendo. Es en esta relación, y la nostalgia que despierta, donde reside el poder de esta historia clásica de la Guerra de Secesión. Y Gerwig logra capturarlo.