Muralla: Sobre las imposibilidades de este tiempo y de este lugar

  1. Según la sinopsis, la historia que nos espera es esta: Hace 20 años, en Oruro, Coco ‘Muralla’ Rivera era un arquero famoso y querido. Hoy, en La Paz, es un alcohólico que sobrevive manejando un minibús. Hasta que comete un pecado mayor: vende a una niña para pagar la cura de su hijo enfermo.

 

  1. Es decir, en teoría, lo que nos espera es un melodrama hecho y derecho. Enumero sus ingredientes: a) el héroe vencido por la vida (aquí: el que fuera ídolo colectivo convertido en chofer borracho); b) la impaciente fatalidad que –como la chica amarrada a las rieles o la bomba y su reloj– empuja u obliga al héroe a la acción (aquí: el hijo que necesita de un transplante para sobrevivir); c) el canto de sirena del crimen organizado, una mala solución pero la única a la vista (aquí: la trata de personas); d) la previsible denuncia sensacionalista y moralizante de un “mal que aqueja a nuestra sociedad” (a la manera de nuestros primitivos noticieros televisivos).

 

  1. En resumen: luego de leer la sinopsis de Muralla, una espina se nos tranca en la garganta: ¿no hemos visto antes estas mismas premisas narrativas en decenas de melodramas mexicanos, indios, gringos? ¿Cuántos padres, en la historia del cine, han sido llevados al crimen para salvar a sus hijos de una muerte inminente?

 

  1. Felizmente, los amontonados dilemas melodramáticos que anuncia su sinopsis no son los que impulsan el relato de Muralla. De hecho, estos arquetipos de la fatalidad, que en una telenovela mexicana o en una película de González Iñárritu alcanzarían para por lo menos tres horas, aquí se resuelven, brutalmente, en sólo media, apenas el primero de los tres actos de la película. Gory Patiño, el director, está menos interesado en la reproducción de tales premisas argumentales clásicas y más en imaginar las consecuencias narrativas de esas premisas en un espacio social específico.

 

  1. Y quizá porque nuestro pesimismo cree saber lo que es posible o imposible en la realidad descrita, los giros que da la historia de Muralla –según modos clásicos de construcción de un guion– conducen al mismo callejón sin salida: en la sociedad que retrata Patiño, los niños que se están muriendo a la espera de un milagro se mueren (primer acto); los actos de redención personal son imposibles (segundo acto); y la justicia nunca llega o, si lo hace, prolonga la violencia que contamina y malogra al mundo (tercer acto).

 

  1. Muralla provoca este desconcierto: estamos ya poco habituados a la experiencia de ver una nueva película boliviana en la que, como en esta, todo funcione: el guion, las actuaciones (notablemente, las dos protagónicas, de Fernando Arce y Christian Mercado), la puesta en escena, la música, los extras, los diálogos, la ropa, el final. Y que funcionen no según las estéticas del “cine arte” o del “cine de festival” –estéticas responsables de lo mejor del cine boliviano reciente–, sino en una cinta “de suspenso y de acción”, narrada a la manera clásica, para cualquier público.

 

  1. Su inteligente y contenida atención a los detalles hacen de Muralla una película boliviana inusual. Por ejemplo, en los desolados espacios que retrata. (No poco del cine boliviano es en esto medio ciego: como si tuviera una idea previa del entorno; de ahí que sean frecuentes, en exteriores, las sublimaciones publicitarias del paisaje y, en interiores, los neobarrocos kitsch). O en su interés por averiguar el procedimiento de los crímenes que muestra, algo que nuestro periodismo –indiferente a la información– podría tratar de imitar.

 

  1. La Paz, en Muralla, no es una ciudad aymara mítico-maravillosa y tampoco una aventajada sucursal del infierno tercermundista. De hecho, sólo de lejos o como telón de fondo es hermosa; de cerca, es como su protagonista: golpeada y sucia, a punto de caerse, deleznable.

 

  1. Patiño a veces filma desde laderas y canchas polvorientas –con el centro de la ciudad y los cerros de la Cordillera visibles a lo lejos–, pero, en general, prefiere permanecer pegado minuciosamente a sus personajes. Incluso sus persecuciones (y hay varias) son registradas desde el cuerpo de su protagonista. Como la cotidianidad borrosa de su héroe, todo es inmediato y demasiado cercano: cámara en mano, acompañamos tambaleantes a un hombre que cae.

 

  1. Si bien hay en la película elecciones narrativas debatibles (la confusa aparición de la niña perdida en el minibús; el cliché del “aparapita misterioso”, prestado de otra película), en su arco narrativo mayor Patiño nunca extravía el norte. Parece seguir este principio: si hay elecciones posibles para su héroe, son sólo las que permite el universo de la película.

 

  1. Lo triste del caso es que ese universo –radical en su pesimismo– no permite soluciones. Si Muralla es un melodrama, lo es en el sentido en que una película como Los olvidados de Buñuel lo es: el aire de melodrama es solo un pretexto para proponer una noción o sensibilidad general –misantrópica en esencia– del mundo. Al comenzar la película, un par de ladrones le roban a Muralla Rivera la llanta de repuesto: los persigue (nadie lo ayuda), alcanza y atrapa a uno, lo empieza a golpear, pero se detiene, en un segundo de vacilación compasiva: esa duda permite al otro ladrón volver, noquearlo de un golpe y llevarse la llanta. Ese es el mundo al que es fiel Patiño: en él, el nexo social se manifiesta como violencia y la solidaridad, aunque posible, es un error.

 

  1. En suma, la historia que cuenta Muralla es una historia deprimente. Y no sólo por la suerte que corre su protagonista, sino porque reconocemos que las imposibilidades de su destino son las imposibilidades del lugar que habita. Del lugar que habitamos.

 

  1. Nunca habíamos estado tan lejos de La nación clandestina. Recuérdese que en la gran película de Sanjinés, la redención del Sebastián Mamani –que, como Muralla Rivera, también ha cometido pecados contra la sociedad– se resuelve en un retorno ceremonial: el “individuo individualista”, a través del sacrificio autoimpuesto, se reincorpora a la comunidad. Se cumple así el viejo sueño del nacionalismo, ya inscrito por Carlos Montenegro en las primeras páginas de Nacionalismo y coloniaje (1943): que las patologías del individualismo sean abandonadas para abrazar la causa de la colectividad. O que el individuo muera para que nazca la sociedad, necrofilia obligatoria en nuestras fantasías emancipatorias.

 

  1. Como el filme de Sanjinés, Muralla se cierra con un linchamiento. Aparece entonces, por primera vez, la colectividad o lo que uno de los personajes identifica, con algo de sorna, como “el pueblo”. Y “el pueblo” es una turba de linchadores. En Bolivia, sugiere la película, el sacrificio es imposible: aquí todos morimos por nuestros pecados y en vano.

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