“Peppa Pig”, el encanto y el emporio de una chanchita
A deshora y, como se dice, “en segunda tanda”, he vuelto a vivir la experiencia de la paternidad. Ella me ha permitido conocer la serie de animación británica “Peppa Pig”, cuya sexta temporada se emite actualmente en Latinoamérica (la séptima ya está circulando en Europa). Algunos consideran a “Peppa” el mejor programa occidental de entretenimiento preescolar. Al principio uno se pregunta cómo es eso posible, si los personajes parecen haber sido tan sencillamente dibujados. Luego descubre el encanto y la delicadeza de estas figuras aparentemente sencillas, pero llenas de plasticidad y gracia.
También el encanto de los sonidos que emite cada uno de los animales antropomorfizados, según las especies a las que pertenecen; de las risas de Peppa, una chanchita de unos cinco años, y su hermano George, de dos a tres años; de los escenarios llenos de colinas, ríos y mares; del constante uso de medios de transporte y de mil otros detalles característicos.
Desde el punto de vista ideológico la serie refleja los tipos y los valores modernos de los británicos, lo que la distingue de otros programas para niños de otras proveniencias. Por ejemplo, el papá cocina mientras la mamá trabaja en la computadora; no siempre conduce y rara vez puede resolver los problemas que se le presentan. Los vecinos, constantemente, hacen colectas y kermeses para “buenas causas”. Existe una reina y es el único personaje, junto con Papá Noel, que no representa a un animal sino a un ser humano. Ojo, que la reina premia a la Señorita Liebre, que es la dependiente en todas partes, con una calvinista “medalla al trabajo”. Singularmente, el médico lleva apellido –Oso Brown–; esto no ocurre con nadie más. El Dr. Brown aparece fácilmente cada vez que se lo llama (algo que en realidad no pasa en Gran Bretaña, así que se ha criticado al programa por “generar excesivas expectativas sobre la atención primaria de salud”. Ja ja. Asuntos de ricos).
También está presente, claro, el humor británico. Peppa es algo vanidosa, celosa y dogmática, como son en efecto los niños de su edad. Se lo hace notar, lo que no es común, aunque sin cargar las tintas. A todos les gusta saltar sobre charcos de lodo, inclusive a la reina, y para ello usan botas de goma. Todo se puede olvidar, pero no las botas de goma. Unos y otros se visitan sin avisar con anticipación, lo que pone incómodos a los anfitriones. La moneda de este mundo son los dólares (por lo menos en la traducción al español), y los bienes tienen precios elevados. Un globo de dinosaurio, v.g., cuesta diez dólares. Una cifra que pone a temblar al Abuelo Cerdito. Y con razón.
“Peppa Pig” se difunde en 180 países del mundo. Esta es la dimensión de su impacto sobre la cultura popular. En Estados Unidos es muy consumida, lo que preocupó a ciertos nacionalistas que no querían que sus hijos adoptaran expresiones idiomáticas británicas. Tuvieron que responderles con toda una teoría acerca de lo bueno que es, para los niños, imitar a quienes admiran. En Australia, uno de los capítulos fue prohibido porque animaba a los pequeños a ser amigos de las arañas, algo que quizá esté bien en Gran Bretaña, pero puede ser mortal en otras islas.
En fin. Hay que tomar en cuenta que, al exponer a sus hijos a esta serie, como a cualquier otra, uno da su permiso para que unos señores extranjeros, en este caso Neville Astley y Mark Baker, participen en su educación.
En todo caso, Astley y Baker son geniales y han sido recompensados, como suele ocurrir en el capitalismo, con montañas de plata. Hace no mucho, su estudio vendió la franquicia de Peppa a la empresa de juguetes Hasbro en la friolera de 3.800 millones de dólares. Existe un parque de diversiones de Peppa en su isla natal, y dos en China, donde tiene legiones infinitas de admiradores. Tanto que algunos quisieron vender pornografía aprovechando esta popularidad. Desalmados.
Peppa y su pequeño y fantástico hermanito hipnotizan a los niños pequeños (y tambiñen a los papás que los acompañan en el visionado). Nada que hacer al respecto. Tomando en cuenta algunas de las alternativas, como los “cartoons” belicosos e indestructibles, y las mareantes animaciones en computadora, –lo diré con una expresión británica– no está del todo mal.