¿Puede la televisión ser inteligente?
Cuando la televisión por cable acababa de llegar a La Paz, a mediados de los 90, un vecino mío adquirió el servicio antes que los demás. Por alguna razón técnica que ignoro, su conexión tenía una “filtración”, así que yo podía ver en mi propio televisor un solo canal de los muchos que le llegaban a él. Gratis. Este canal no era otro que Discovery Channel, enteramente dedicado, en ese entonces, a la transmisión de programas de ciencia e historia: documentales y series de divulgación. Me enganché inmediatamente. Tanto, que cuando la empresa de cable arregló la conexión de mi vecino, suspendiendo mi visionado parasitario de ese único canal, me vi en la necesidad de contratar el servicio yo mismo, y lo he tenido desde entonces.
Cuando ocurrió esto, no había pasado mucho tiempo desde que terminara de estudiar la carrera de Comunicación Social en la universidad. Estaban frescas en mi memoria las lecciones que había recibido acerca de la oposición entre dos escuelas de apreciación de los medios, representadas varias décadas antes, por Umberto Eco, en la dicotomía de “apocalípticos e integrados”.
Los primeros, apoyándose en las reflexiones críticas de la Escuela de Frankfurt sobre las “industrias culturales”, condenaban a los medios de comunicación. Los consideraban instrumentos de propaganda abierta o disimulada que trataban de uniformar la visión de los grupos sociales sobre el mundo capitalista. Y un negocio que comercializaba la creatividad y el arte, y al hacerlo les quitaba a estos su justificación estética y humana. La bestia negra de los “apocalípticos” era la televisión abierta, que en los países avanzados se había convertido en una “caja boba” ante la cual las clases populares se anestesiaban horas y horas, renunciando voluntariamente a su lucidez y entregándose a una modorra tan adictiva como improductiva.
Los “integrados”, por su parte, festejaban las posibilidades que habían abierto la radio y la televisión para la educación, la divulgación de la información y el conocimiento, la expansión de los valores nacionales, el encuentro entre los diversos grupos sociales, etc. La televisión por cable, que incluía canales completamente dedicados (y las 24 horas) a transmitir noticias, deportes, música y hasta programas científicos, parecía darles la razón. El hecho de que también incluyera canales consagrados a dar telenovelas, “juicios” sobre asuntos domésticos, películas violentas y pornografía no le restaba fuerza a este respaldo: al fin y al cabo, aunque no siempre, la televisión podía ser buena. Y Discovery Channel estaba allí para probarlo.
Con el paso de las años todo se ha hecho más confuso, como corresponde con el tiempo que nos ha tocado vivir. La televisión por cable, que había nacido como una alternativa para la élite, se ha hecho más y más común (aunque no en Bolivia, donde continúa siendo minoritaria). Con ello, ha sufrido la misma evolución que su homóloga del servicio abierto. Como no le bastaron los ingresos obtenidos por la suscripción de los televidentes, incorporó publicidad y, con ello, reemprendió la filistea búsqueda de mayor audiencia. Discovery Channel es un buen ejemplo de la forma en que el cable vendió su alma: dicho canal fue cambiando sus programas de divulgación y sus documentales sobre la naturaleza, que seguramente era caros y solo atraían a minorías, por reality shows y concursos, u otros de índole sensacionalista, en los que, por ejemplo, se recreaban “los mayores accidentes aéreos de la historia”. Adoptándose a los gustos de las audiencias populares estadounidenses, sustituyó la naturaleza por la mecánica y la historia por las especulaciones sobre la Biblia y lindezas parecidas. El resultado ha sido catastrófico. Hoy este canal me resulta prácticamente imposible de ver.
Simultáneamente, aparecieron otras señales que mantenían mejor los objetivos originales de Discovery. Los dos canales de History, Natural Geografic, Love Nature, etc. No han caído tanto pero, pese a ello, se encuentran llenos de programas de mala calidad, algunos producidos en Latinoamérica. En ellos, un par de secuencias puede repetirse hasta el hartazgo o los profesores universitarios que son entrevistados hablar para un público de primaria. Pueden contener tonterías e incluso falsedades (por ejemplo: que la Troya histórica tuvo murallas que “fueron la admiración del mundo antiguo”). El hecho de que el programa estrella de esta sección del cable sea la compra y venta de “antigüedades” que rara vez se retrotraen más allá de los años 50, lo dice todo.
La evolución de la televisión no ha parado. Hoy, mientras el resto de los mortales debe conformarse no ya con H2, sino con cualquiera de los programas de jóvenes en bikinis y shorts de la televisión cruceña, algunos privilegiados podemos disfrutar del streaming. No se me escapa la injusticia que esto entraña, ni cómo ayuda a remachar la desigualdad educativa del país, la cual, a su vez, abona la desigualdad social neta de nuestra sociedad. Y sin embargo… debo suponer que mis columnas solo son leídas por individuos que pertenecen a ese 5% de la población que tiene Netflix. Así que no ahondaré en lo otro y, en cambio, les contaré que pude encontrar en Netflix programas de divulgación científica e histórica (no muchos, pero suficientes para un par de semanas de cierres felices de cada jornada) que me hicieron recuerdo de los del viejo Discovery del que había estado enamorado una vez. Les recomiendo, por ejemplo, los producidos por Nova. Duran un poco menos de una hora, están bien financiados y fundamentados, y logran el propósito –siempre publicitado pero en realidad bastante quimérico– de la televisión que “enseña y entretiene”.