Tres anuncios para un crimen
Uno no puede dejar de ir a ver “Tres anuncios para un crimen (Three billboards outside Ebbing, Missouri)” sin sentirse condicionado por la ola de premios y de reseñas altamente favorables sobre esta película del británico Martin McDonagh, que la han convertido en la gran favorita de los Oscar de este año (o del año pasado, como usted quiera). La película, sin embargo, supera estas expectativas o incluso las ganas que uno pudiera haber sentido, si es un poco tunante, de llevarle la contra a todos. No, no queda más que coincidir: “Tres anuncios para un crimen” es una gran película, una verdadera obra de arte.
Logra, en primer lugar, la proeza de ser al mismo tiempo un drama de alto calibre y una comedia, negra y no tan negra, pero sin perder el pie por culpa de esta mezcla extrema de ritmos diferentes. No es la primera en hacerlo, por supuesto. Incluso existe un subgénero entero, el “drama cómico” o la “comedia dramática”, que clasifica las obras que se ocupan de lo mismo, pero McDonagh no sigue la receta de, digamos, películas como “Fargo” u otras de los hermanos Cohen, o al menos no lo hace sin aportar a la corriente con un notable toque personal.
La película trata de una mujer (Mildred Hayes, interpretada soberbiamente por Frances McDormand) que no mucho antes ha perdido a su hija, raptada, violada y asesinada por algún individuo que hasta entonces la policía no ha podido descubrir. Cansada de esta dilación, se le ocurre una idea muy propia de la meca del capitalismo, o quizá haya que decir de la modernidad universal: contrata tres carteles carreteros para recordarle al jefe de policía Bill Willoughby (muy bien encarnado por Woody Harrelson) cuáles son sus obligaciones, sin tomar en cuenta que así expone a un hombre que está en las últimas por culpa de un cáncer.
La medida de Mildred le cae como una patada a los conservadores y egoístas habitantes del pueblo de Ebbing, Missouri, en particular a un discípulo de Willoughby, el tonto y violento policía Dixon, que en la excelente versión de Sam Rockwell se irá convirtiendo paulatinamente en protagonista del filme.
Mildred, un personaje entrañable donde los haya, tiene unos cuantos amigos que la respaldan y además está dispuesta a hacer todo lo que sea necesario para reivindicar a su hija y la justicia que se le debe. Como proclama ante Willoughby, si presenta su queja ante él, pese a que está agonizando, es porque no serviría de nada que lo hiciera cuando ya estuviera muerto…
Con lo que tenemos un ejemplo del mecanismo en esta película por el cual la comedia se va infiltrando en el drama: gracias a esta clase de afirmaciones, las cuales forman parte de un diálogo vitriólico y a la vez (esto es muy importante) compasivo, que no busca burlarse de lo terrible, convirtiéndolo entonces (a lo terrible) en un fenómeno inverosímil, como ocurre normalmente en el mundo de lo “negro”; sino que más bien procura retratar la coexistencia de lo terrible con la risa, o con el amor, o con la fraternidad, o con la perseverancia, como tantas otras manifestaciones de lo humano. Si lo trágico, con su amenaza de anulación total, nos sume en un encantamiento desesperado de apatía y dolor; lo humorístico, como recordatorio privilegiado de nuestra inteligencia y por tanto de nuestra humanidad, nos despierta, desencantándonos, nos anima, nos exige valor.
La crítica en la que más confío, mi hija Matilde, me dijo sobre este película algo que quiero repetir aquí: ¿De qué habla McDonagh? De un conjunto de personajes llenos de rabia que, gracias a un elemento catalizador (que ella identifica como la enfermedad y la muerte del jefe de policía), terminan sustituyendo su ira por algo distinto, algo que se parece bastante al amor.
Semejante transición, claro está, todo el tiempo corre el riesgo de resbalar en el melodrama. Esto no ocurre más que en un par de momentos, pero estos impiden que el filme sea perfecto (lo que tal vez sea necesario, dada la filosofía existencial que defiende).
¿Cómo se reconoce a una verdadera obra de arte? Una verdadera obra de arte es la que admite diferentes interpretaciones, muchos diferentes recortes y lecturas y perspectivas. El espectador encontrará en este caso que la de mi hija es solo una de las muchas posibles. Esta ambigüedad, que sin embargo nada tiene que ver con la confusión, emparenta a una verdadera obra de arte con la vida. Una experiencia que resulta muy rara… Llegar a la vida a través del arte enriquece a ambos y por eso es difícil de lograre y cuando finalmente ocurre merece ser celebrado.
Una forma de celebración, claro está, puede ser dar premios a los artistas que logran el milagro.