“Viejo Calavera”
Se sabe que en el arte la forma y el contenido forman una unidad indisoluble.
Dentro de esto, por convención es posible decir que algunas obras de arte son “formalistas”, si lucen menos lo intelectivo (lo que de ellas podemos comprender) y más lo descriptivo (y por tanto, explícita o implícitamente, comercian con “la belleza”). Ahora bien, si una obra formalista solo tiene alcances estéticos; esto es, si se concentra completamente en la armonía y el contraste, y, aún más, si, en una palabra, se agota en la apariencia, estamos ante una obra “retórica”. En estas obras lo único que se comunica es la habilidad del artista, algo que –puesto que carece de verdadera relevancia– resulta insulso para el público y para la sociedad. La diferencia entre una película retórica y una buena película es la que media entre la masturbación y el sexo: en el primer caso el sujeto se satisface, quizá logra excitar levemente a quienes lo observan, pero finalmente no les entrega nada.
Una película retórica es “Viejo calavera”, de Kiro Russo, un largometraje que está expresamente construido para lucir la habilidad de Russo y del director de fotografía, Pablo Paniagua, para hacer tomas estupendas, para embellecer con la composición y las luces incluso los objetos más sórdidos (la borrachera, el cadáver, el robo, la perforación del mineral, el trabajo minero, la asamblea, la abuela muy vieja, las viviendas precarias y aisladas, la caída en la mina, la borrachera y la borrachera y la borrachera… Todo lo que pasa por las manos de Russo y Paniagua se convierte en pintura con celuloide). Otro propósito igualmente retórico del filme es homenajear/imitar a los directores icónicos del «cine arte».
Muy bien, Russo y Paniagua pasaron cum laude su examen de fotografía. Y puede decirse que filman «como» tal o cual. Pero, ay, una serie de imágenes muy bellas no hace una película bella.
Una buena película necesita de algo más que del costumbrismo estilizado de este filme, que nos deja ver las escenas –velorio, viaje, trabajo en la mina, discoteca, etc.—con la esperanza de que su exotismo (u, otra vez, su belleza) nos sorprenda. En realidad, como siempre le pesa al costumbrismo, la peculiaridad humana no sorprende a nadie, porque nada es más universal que ella. Lo único sorprendente en este filme es el buen gusto y la textura melancólica y preciosista de las imágenes, pero el efecto de esta sorpresa le dura al espectador 15 minutos; después solo le queda seguir aplaudiendo los logros fotográficos con aplausos cada vez más cansinos.
Un último apunte no cae en el terreno de la crítica, sino de la ética. El uso de seres humanos como modelos, sin otro relieve casi que su cuerpo, resulta diferente en pintura que en cine. Puesto que en éste estamos acostumbrados a ver a los seres humanos como “personajes” y no como “modelos”, el efecto de su uso como esto segundo es algo perturbador. Excepto el protagonista, Elder Mamani, y en menor medida su abuela y su padrino, los demás participantes (la comunidad minera) tienden a presentarse en la película como “cosas” que el director pinta, igual que pinta los claro-oscuros de la mina o de la noche rural; o las piedras o los rodamientos de la maquinaria minera. “Cosas” que hablan un castellano tan atravesado que sus palabras deben ser reproducidas en subtítulos. “Cosas” que hablan como si no tuvieran nada importante que decir (esta es la película minera más apolítica del cine boliviano, pese a que en una guitarreada se canta “los mineros volveremos”, pero como podría cantarse a Juan Gabriel). Sus diálogos solo sirven para machacar en la descripción de Elder, porque, insisto, estamos ante una película puramente descriptiva. La trama puede contarse en una línea (y una línea ambigua).
En fin, que la mirada del director es gélida, carece de compasión e incluso de curiosidad por sus personajes (excepto en la escena final): es la mirada de un esteta o de un teleobjetivo.