Historia de un matrimonio
Años atrás, publiqué una reseña de la que por entonces era la mejor película de Netflix: se llamaba Los Meyerowitz. Hoy hago lo propio con la que es la mejor película de Netflix en este momento (mejor que El irlandés): Historia de un matrimonio. Ambas tienen en común el haber sido escritas y dirigidas por el muy talentoso Noah Baumbach, refinado especialista en “comedias dramáticas”.
Historia de un matrimonio es, en realidad, la historia de un divorcio, esto en primer lugar. Logra captar el significado a la vez absurdo e inevitable de tal acto de separación, cuando ocurre por esos motivos tan elusivos como terribles que son la “incompatibilidad de caracteres”; la insuficiencia del amor —que, sin embargo , todavía se mantiene— para garantizar una convivencia pasablemente feliz, y el egoísmo no demasiado exagerado que, pese a esto, lleva a todos los seres humanos más o menos decentes a preferir su propio bienestar antes que el de los otros, y, en consecuencia, a tratar de predominar incluso sobre quienes aman.
De donde se derivan separaciones que realmente no se desea, pero tampoco se quiere realmente evitar.
Charlie (Adam Driver) y Nicole (Scarlett Johansson) estaban acudiendo a un consejero que debía “mediar” en su debate sobre el resquebrajamiento de su pareja. En una sesión con este profesional, Nicole prefirió no leer el texto que había escrito sobre cómo era Charlie, sobre aquellas características que la habían llevado a enamorarse de él; no quiso porque ya no le gustaba lo que había puesto en él. Charlie, por su parte, sí deseaba leer su propia relación de las virtudes de Nicole, que se le antojaba muy buena, y criticaba las razones de Nicole para no hacerlo ella misma.
Una sola escena, suficiente para retratar el conflicto existente entre una mujer encantadora, pero veleidosa y necesitada de reafirmación, y un hombre brillante, autosuficiente y acostumbrado a fijarse en sí mismo. Se quieren. Aquello que los aparta de este sentimiento amoroso no es mucho y, sin embargo, resulta suficiente para neutralizar este sentimiento, para suspender su influencia bienhechora sobre su relación.
Posteriormente, la pareja termina metida, en contra de sus verdaderos deseos, y a causa de la dinámica de su pelea, en un juicio de divorcio que es a la vez gracioso y desesperante, y que permite incorporar en la película algo de crítica a la vida contemporánea. Y es que todo gira, en esto como en cualquier otra cosa, en torno al rencor, es decir, al poder (odiamos aquello que nos desposee, tanto si la propiedad perdida es una expectativa social o, más pedestremente, la posibilidad de definir donde estudiarán y con quién dormirán nuestros hijos).
El filme nos muestra las dos perspectivas sobre el divorcio, que Baumbach expone con madurez, es decir, con imparcialidad y equilibrada empatía. Comprobamos, entonces, la radical inocencia de estas versiones y, al mismo tiempo, en última instancia, su perversidad. Aparentemente, lo que ambos miembros de la pareja desean es preservar la salud y el equilibrio mental del hijo que tienen juntos, y de sí mismos. Lo que logran, claro, es otra cosa.
La actuación de Driven y Johansson es extraordinaria y así está siendo reconocida por la cofradía cinematográfica: ambos actores componen unos personajes muy atractivos e interesantes, por los cuales sentimos curiosidad y compasión, que se deriva, esta última, de distintos grados de identificación con sus pesares. Personajes que recordaremos un buen tiempo después de haberlos visto en la pantalla.
No corresponde mentar a Tolstoi u otros grandes realistas, ya que el registro de esta película es algo menos elevado (ya lo dijimos: comedia dramática en vez de tragedia). Pero no me parecería exagerado comparar las obras mejor redondeadas de Baumbach, como esta misma, con las de sutil psicología de una Alice Munro, por poner un nombre. En el campo cinematográfico, podríamos decir que, si bien este filme no es La separación, de Farhadi, sería injusto no incluirlo en la lista de las mejores películas que se hayan filmado sobre el tema, junto a, por ejemplo, Kramer versus Kramer, de Robert Benton.
El verdadero arte es el que, entreteniendo, abre una vía para llegar al conocimiento de lo que, por inefable, frágil y casuístico, no puede conocerse de otra forma. Se trata de un conocimiento, eso sí, como el que ofrece Historia de un matrimonio: intenso y efímero como una llamarada.