Viejo Calavera: Hamlet en Huanuni

Tarde se da uno cuenta de que esta película sobre mineros en Huanuni es también una estupenda versión de Hamlet. La larga demora con que llega esa epifanía se puede atribuir menos a la distracción del espectador que a un efecto buscado por los realizadores –Russo, Gonzales y Paniagua–, que construyen la historia de Viejo Calavera a partir de escenas de detallada intensidad visual y sonora, escenas casi autosuficientes que se conectan entre sí según una lógica discontinua (pues su cronología es misteriosa), elíptica (sólo se nos ofrecen pedazos de la historia) e indirecta (nos enteramos de información fundamental por frases casuales). Son estas marcas de estilo las que preparan la sorpresa, que cuando llega lo hace con el placer que produce el advenimiento de un sentido o un destino: quizá Elder Mamani –como el príncipe de Dinamarca– se porta mal porque no sabe qué hacer; o quizá lo sabe perfectamente –también como el mismo príncipe–, pero sospecha que si abandona su sopor alcohólico y actúa como debe, las cosas acabarán mal, en una tragedia.

Viejo Calavera intenta con sus imágenes lo que hace con su historia: es una película indirecta y nocturna en la que –prolongando descubrimientos del cortometraje Juku (2012)– los planos se crean –aparecen y desaparecen– según un juego entre la oscuridad, la cámara y fuentes de luz en movimiento. Esta búsqueda visual es sistemática: la gente es iluminada por encendedores en callejones oscuros, por luces de discotecas, por linternas en el altiplano, por guartatojos en socavones, por el reflejo de la luz en el agua. Y el contundente misterio creado por estas imágenes fantasmales es intensificado por el diseño sonoro, que es perfecto. Todo esto conduce a apuntar los riesgos de cierto preciosismo. Pero el hecho es que, aunque se distraiga a ratos en la construcción de sus seducciones visuales y sonoras, Viejo Calavera es siempre una película sobre el destino de su protagonista, Elder Mamani (en la memorable interpretación de Julio César Ticona). O, si se quiere, es una buena doble historia clásica. En la primera de esas historias –la que vemos–, un joven que ha perdido a su padre se dedica al trago y es rescatado por su tío. La segunda historia sólo ocurre cuando interpretamos la primera: tal vez las huevadas de Elder Mamani sean una manera de duelo y espera; tal vez el accidente que mató al padre haya sido un crimen; acaso la paciencia del Tío no sea sino culpabilidad.

Viejo Calavera ha sido descrita como una película que ofrece «una experiencia sensorial» y, también, un «merecido retrato del trabajo minero». Sin dejar de ser vagamente ciertas, estas son generalidades que eluden las realidades del cine boliviano y de la minería. Porque en Bolivia estos dominios–el cine y la minería– están hoy en crisis. El uno por su reciente y sostenida mediocridad promedio y por su desencuentro reiterado con el público; el otro, porque en el mejor de los casos, la minería vive de glorias simbólicas desaparecidas (y hoy comprometidas por la historia reciente). No: Viejo Calavera no se incorporará a la historia de nuestro cine porque sea una experiencia sensorial o porque ofrezca una estetizante exploración de interior mina, sino por algo más difícil: porque cuenta bien una buena historia. Una historia que nos conmueve.

Termino con el final, es decir, con el fin del duelo de Elder Mamani. Para entonces, el clan sindical se ha traslado a Yungas, de vacaciones, a otra luz. El joven Elder dejará de portarse mal y actuará. Y lo hará en una de esas secuencias que nos recuerdan por qué el cine puede ser todavía un arte, aunque ya no popular. Esta misma secuencia también nos hará caer en cuenta de lo siguiente: después de todo, Viejo Calavera no es Hamlet. En un país en el que la violencia es rutina y no catarsis o deber, nunca pudo serlo. Felizmente: para qué más tragedias.

Viejo Calavera (Bolivia, 2016).
Dirección: Kiro Russo.
Guión: Kiro Russo y Gilmar Gonzales.
Fotografía: Pablo Paniagua.
Edición: Kiro Russo y Pablo Panigua.
Elenco: Julio César Ticona «Tortus», Narciso Choquecallata, Anastasia Daza López, Rolando Patzi, Israel Hurtado, Elizabeth Ramírez Galán.
Producción: Kiro Russo, Pablo Panigua y Gilmar Gonzales.

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