Cine y sociedad en Bolivia (1897-1952)

Segunda parte de la reseña del extraordinario libro de Antonio Mitre, La pantalla indiscreta, publicado hace poco por Plural.

¿Qué podríamos decir de la historia boliviana, supongamos entre 1939 y 1946? Quizá podríamos mencionar la enigmática muerte de Busch, la gestión pro-aliada de Peñaranda, el golpe de Estado de RADEPA, el gobierno de Villarroel luchando por complacer a unos exigentes Estados Unidos mientras pretendía fortalecerse en el interior organizando y movilizando a los trabajadores y a los indígenas, el sangriento y trágico colgamiento del 21 de julio… En cambio, ¿sabríamos algo de la vida cotidiana de los bolivianos durante este tiempo?

¿Sabríamos, por ejemplo, que habían vuelto a estar de moda los sombreros altos para mujeres, y esto perjudicaba el visionado de las películas que se exhibían en los cines más señeros de la época, como el Tesla de La Paz, el Achá de Cochabamba y el Palais Concert en Oruro? Un detalle tan mínimo como elocuente. ¿O sabríamos que las estilizadas figuras de los astros del “star system” se veían aún menos a causa del humo que flotaba en las salas, que estaban llenas de mujeres que mostraban su progresismo encendiendo un cigarrillo tras otro? ¿Que esta costumbre era reprobada por los moralistas en los periódicos, mientras que las empresas tabacaleras intentaban azuzarla con anuncios que hacían referencia a las películas? ¿Que se había extendido por la presión combinada del cine y la publicidad, junto con una modernización general de las costumbres y de las opiniones sobre las “damas” y lo que estas podían hacer? ¿Modernización que, sin embargo, no cambiaba la visión tradicional de las mujeres como seres frívolos, volubles y voluptuosos, excepto si se transformaban en madres? ¿Seres a los que, por tanto, no convenía conceder derechos políticos, pero sí convertir en consumidoras de películas y, de paso, de trajes que los modistas cortaban imitando los atuendos de las actrices de Hollywood?

Tendrá que convenir el lector que esta historia es mucho más sabrosa que la otra. Solo se entiende que no se enseñe y difunda más por una razón: el poco conocimiento que existe de ella. No lo ha generado una academia y una industria editorial que ni siquiera han podido, todavía, llenar grandes lagunas en el conocimiento historiográfico básico.

De ahí la rareza y el atractivo del último libro del historiador Antonio Mitre, La pantalla indiscreta, que describe la evolución del negocio cinematográfico desde 1897, fecha de la primera exhibición de “biógrafo” en Bolivia, hasta 1952, año que se usa, por convención, como frontera en la que se acaba la historia y comienza su sospechosa copia, la historia contemporánea, un corral no muy higiénico en el que mandan los periodistas.

Por cierto, la fuente primordial de esta clase de historias no puede ser otra que la prensa, que si pasa el suficiente tiempo se vuelve, por arte de birlibirloque, más veraz. La pantalla indiscreta no es la excepción. Por supuesto, lo que importa es la capacidad de su autor de extraer de los recortes de periódicos esos detalles “mínimos y elocuentes”, como los hemos llamado; su habilidad para interpretarlos sin hacerles violencia –un don muy poco extendido entre nuestros historiadores– y para ensamblarlos en una redacción ágil y llena de humor –aún más raro–. Mitre es un excelente escritor. En ciertas partes se demora por su excesiva prolijidad, todo hay que decirlo, pero este es el vicio típico de los historiadores, que han de ser, primero que nada, hombres y mujeres pacientes. Pese a ello, la mayor parte de las 600 páginas de La pantalla indiscreta serán leídas con placer incluso por quienes no acostumbren frecuentar la historia.

A través de su relato de la evolución del consumo cinematográfico, la obra revela creencias, costumbres, prejuicios, desigualdades sociales y procesos de democratización: una sociología de las mentalidades de la época. O, mejor dicho, de la mentalidad de una clase social, ya que no toda la población boliviana podía darse el lujo de ir al cine. El “sujeto” del consumo cinematográfico era la todavía débil y minoritaria clase media “tradicional”, que, gracias a este y otros procesos culturales, fue adquiriendo la personalidad que la definiría hasta nuestros días. Medio europeizada, seguidora del American way of life que imita sin soltar ni perder los modos de socialización heredados, como el provincianismo, el amor por la familia y la parranda, el racismo y, paralelamente, el encholamiento; todo ello recortado a la medida de su pobreza económica y cultural…

Decir esto último es ya ir más allá de la letra del texto. Ocurre con los buenos libros, que nos incitan a “completarlos” con nuestras propias reflexiones y lucubraciones, sean o no pertinentes (pero, pertinentes ¿para quién?). Por ejemplo, leo que uno de los principales empresarios cinematográficos de los años 30 era José Prudencio Bustillo y me gustaría saber si era el tío o el padre de Ignacio Prudencio Bustillo, maestro de Carlos Medinaceli y autor de algunas de las páginas más brillantes del periodismo cultural boliviano. Este señor se enzarzó en una “épica” pelea con otro empresario, Jorge Bakovic, con el que competían en las licitaciones por los espacios públicos destinados al cinematógrafo, por el control de los mercados regionales y por quejarse mejor, uno del otro, en los periódicos locales. Se trata de una historia que nos da pistas sobre los hábitos administrativos y los entretelones de la política local de la época.

En fin. Podría seguir enumerando las joyas por descubrir en este libro, pero me da pudor extenderme aún más. Como otras obras de Antonio Mitre, esta es de lectura obligatoria, y no solo para los cinéfilos, sino para todos los que estén interesados en Bolivia y sus cosas.

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Un comentario

  1. MASISTA FRAUDULENTO = PERIODISTA VENDIDO.
    TRAMPOSO DE MIERDA USTED Y ESA ENANA DE MIERDA.
    LOS DOS ESTÁN MUERTOS.

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