Compañía de Miguel Hilari

1. Puede que, en una primera descripción del mediometraje Compañía (2019) de Miguel Hilari, sea suficiente decir que es un ensayo documental sobre la posibilidad e imposibilidad del regreso. De hecho, si adoptáramos esta concisión algo apurada, deberíamos mencionar –pruebas al canto– que Hilari persigue trazar y entrelazar más de un retorno: no solo vuelve a un pueblo, sino a preocupaciones de su obra anterior. Es más: es la analogía –el eco o retorno que una cosa despierta en otra– el principio formal mismo de la película.

2. Una preliminar consideración histórica del asunto tendría que traer a cuento esta idea: que la migración del campo a la ciudad es, según han sugerido varios, el hecho sociocultural central de la historia contemporánea de los países andinos. Y que la centralidad de este hecho acaso explique –por su simple peso referencial– por qué abundan en nuestra producción cultural las alegorías del desplazamiento, la representación de las gracias y desgracias del irse y volver. En algunas de estas representaciones –las programáticas–, la migración es un trauma, una alienación que se repara simplemente regresando (piense aquí, como ejemplos, en Vuelve Sebastiana [1953] de Jorge Ruiz y La nación clandestina [1989] de Jorge Sanjinés); en otras, irse de casa es un hecho ambiguo y por eso constitutivo: uno, en efecto, se va nomás para siempre, pero nunca del todo; y a veces uno regresa, pero tampoco por completo (piense aquí, como ejemplos, en algunas novelas de José María Arguedas, Jesús Urzagasti y Spedding).

3. El pueblo al que Miguel Hilari regresa es Compañía, de la provincia Muñecas del departamento de La Paz.  Y ese su regreso no es, según las certidumbres del nacionalismo (en sus avatares “paterno-revolucionarios”, “katarista-clásicos” o “pachamámico-extractivistas”), ni la reparación de heridas culturales ni el hallazgo, en lo rural-indígena, de una solución política: es, más bien, el registro de una experiencia a través de pedazos de cosas filmadas durante viajes, de imágenes y sonidos que se han ido coleccionando –cuidadosa curaduría del tiempo– en el camino. Luego, después, a la hora de “montar” lo que tiene, Hilari organiza sus fragmentos como un niño organiza las piedras, hojas y frutos coleccionados en una excursión. Ese acto reflexivo los transfigura: personas, tiempos y lugares de repente entran en relación. Porque también para Hilari esa historia no es la más triste cuando la relata él.

4. En Companía, el orden es el de sus cuatro capítulos, la única intervención explicativa que Hilari se permite: “Mi padre” (sobre los viajes a la casa del padre), “Irse” (sobre el hecho de irse a La Paz), “Valle Hermoso” (sobre un lugar migratorio y sus fiestas) y “Urbano” (sobre un migrante, llamado providencialmente Urbano). La relación entre estos títulos y lo que vemos es indirecta, aproximativa, a veces misteriosa. Más que “temas” son agrupaciones o, en todo caso, su relación con las imágenes es parecida a la de un cuadro y su nombre: más una invitación a la interpretación que un esclarecimiento.

5. Otra manera de describir Compañía es hacer una lista de sus obstrucciones, aquello que evita o elude: narrador en off, texto informativo, líneas y causalidades cronológicas (salvo la del tiempo cíclico del irse y volver), entrevistas y testimonios de vida. En vez, como Agnès Varda en Los recolectores (2000), Hilari prueba un principio narrativo distinto: el motivo o recurrencia figurativa. Como si una forma –una imagen, una idea, un sonido– convocara a otro, parecido pero diferente. O como si se descubriera, de repente, el milagro del montaje: imágenes y sonidos que junto a otros dicen algo que por sí solos no dirían.

6. O tal vez hay aquí una voluntad de estilo. Una voluntad que se alimenta de un doble deslumbramiento, ya inusual en las rutinas del cine: a) primero, el deslumbramiento por lo que la toma cinematográfica captura o encuentra, ahí, frente a la realidad (un entusiasmo que no es autoinfligido: muchas de las tomas de Compañía son deslumbrantes); b) luego, en la revisión de esas imágenes, frente a la computadora, el descubrimiento de lo que diferentes lugares y tiempos pueden decirse entre ellos, casi como por un acto de magia. Por ejemplo:  ¿Qué relación hay entre un caballito de masa –una tantawawa que vemos salir de unas manos– y esos hermosos caballos que corren y se detienen y nos miran en medio del altiplano? ¿O entre un viaje y otro, digamos uno en la nieve y al borde de precipicios, y otro en la más completa oscuridad? ¿El migrante que filma matrimonios y hace retratos es muy diferente del hijo de migrantes que hace películas y que filma al migrante filmando matrimonios y haciendo retratos? ¿Un baile no es también un exorcismo colectivo? ¿Un bautizo evangélico por inmersión no es acaso como el principio de algo, como ese momento en que por primera vez nos fuimos de casa?

7. Es más: puede que nos ayude a ver Compañía imaginar el procedimiento que la produce. Yo me lo imagino así: para empezar, una serie de visitas repetidas a los mismos lugares y a la misma gente, de material filmado a lo largo de los años en un acto –el de regresar a filmar– que es ya un método. Luego, en esas tomas, la inscripción de una suerte de lugar, una forma que es también un contenido: el de un cineasta –siempre explícito en el cine de Hilari– que es parte de lo que filma y, a la vez, solo un invitado que se acerca con empatía y curiosidad, pero también con pavor. Y más adelante, a partir de esos materiales no premeditados –o sea, que nacen de la atención prestada a la realidad, atención bastante escasa en el arte boliviano contemporáneo, propenso a mimetismos formales e ideológicos–, se forma una historia. Se busca así la ilusión de un relato ya no de imágenes que ilustran o ponen en escena una idea narrativa, sino al revés, es decir, que está hecho de una serie de conexiones que se se imponen desde las imágenes mismas.

8. Lo que se pide al espectador no es poco. Tenemos, por un lado, secuencias que se bastan así mismas y que no son índice de nada (aquí no se nos muestran revólveres humeando para señalar que hubo tiros). Luego, algo más difícil, se nos deja solos con una pregunta: ¿qué relación hay entre las secuencias? De paso, en las distancias que se guardan y los movimientos de la cámara, en lo que se logra con el sonido, se nos envuelve en una oscilación entre la empatía y un extrañamiento difícil de definir: vemos (¿alarmados?) los rituales del pentecostalismo aymara (un bautismo por inmersión, un exorcismo colectivo en carpa), como antes, en El corral y el viento (2014), las ceremonias ideológicas del proceso de cambio.

9. Dos apuntes finales. El primero: hay en el cine de Hilari –que aquí trabaja junto a Gilmar R. Gonzales y Joaquín Tapia– lo que podría llamarse un “efecto retrospectivo”. Nos damos cuenta, a deshoras, hasta qué punto cierto cine boliviano –incluso el de Sanjinés, en toda su grandeza– era un cine en el que se ofrecían tesis sobre la cultura andina en la que esta última, la cultura andina, era más bien una coartada o un arquetipo políticos. Esta reconsideración retrospectiva incluso afecta las formas: el meticuloso plano secuencia de Sanjinés, con su espíritu didáctico-alegórico, se convierte en la cinta de Hilari en un camarógrafo que es invitado bailar. De la misma manera, las luminosidades solares del cine andino anterior se convierten –en Hilari y en los cineastas del grupo de Socavón Cine– en una inclinación repetida (que ya corre el riesgo de convertirse en un tópico) por la oscuridad, la niebla, la noche.

10. El otro apunte final: Un amigo nos decía al salir del cine que, para él, lo que le faltaba a la película era conflicto. “Entre personas”, aclaró. Para mí, en cambio, son suficientes las tensiones sin remedio que la película propone: su dubitación entre la familiaridad y la extrañeza; su visión del regreso como algo concreto –con sus fechas y bailes, sus caballos, sus relatos de sueños– pero también fantasmal –con gente que parece nacer de la neblina, con animales agonizantes en la oscuridad–. Estos conflictos son para mí suficientes.

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