Dos películas de terror chilenas
- Un espectro recorre Chile: el espectro de Augusto Pinochet. A 50 años de su golpe militar, a 17 de su muerte, está todavía vivo, sus casi dos décadas en el poder una maldición –o bendición, según a quién le preguntemos– de la que es imposible librarse. O al menos eso es lo se deduce de dos recientes y celebradas películas chilenas, El Conde de Pablo Larraín y Chile ‘76 de Manuela Martelli (disponibles en plataformas de streaming y en DVD).
- Estas son películas que ilustran dos comprensiones diferentes de su asunto. En El Conde, Larraín hace del dictador un monstruo exuberante y risible, al borde de la parodia de sí mismo (como tantos monstruos de cine). En cambio, en Chile ‘76, Martelli casi ni lo menciona: Pinochet es apenas esa aguda voz que sale de un televisor, que escuchamos de lejos. Si Larraín se entretiene amontonando una repetitiva sarta de insultos dirigidos a Pinochet y su familia, dándose el gusto algo infantil de demostrar que eso es ahora posible, Martelli nos recuerda que los terrores son a veces más eficientes cuando el monstruo es un azote colectivo, cuando es una amenaza invisible y silenciosa que tuerce o desvía, con su presencia, cada rincón de la realidad.
- Chile ‘76, según ya anuncia su título, nos sitúa a tres años del golpe del 11 de septiembre de 1973. Martelli, una veterana actriz de cuarenta años devenida guionista y directora, propone en este, su primer largometraje, una serie de deliberadas economías y reticencias: cuenta su historia de la dictadura desde el punto de vista de una mujer de clase alta, joven abuela a la que vemos ocupada con la remodelación de su segunda casa, la vacacional. La película es, en principio, eso: el retrato de su personaje central, Carmen (en la magnífica interpretación de Aline Küppenheim), y una sobria reconstrucción de época.
- Pero pronto la vida de esta mujer algo sola, nerviosa y enfermiza, especie de antena hipersensible que registra con pavor las intromisiones de la historia en su rutina, es alterada por un acto: un sacerdote amigo le pide, y ella acepta, cuidar a un joven herido, escondido no sabemos por qué ni de quiénes. Aunque, claro, sí lo sabemos: la escena inicial de la película nos había anunciado que esta sería una historia sobre la dictadura. Como todos, Carmen solo finge no saber lo que todos saben.
- La dictadura es en Chile ‘76 un aire común, el miedo o rencor que sus personajes respiran. Y es ese su mejor logro: el registro de una atmósfera ominosa y callada, la transmisión de una sensación de peligro que contamina hasta las interacciones mínimas y casuales con extraños, hasta los contactos íntimos con amigos y familiares. Se nos recuerda además algo obvio: que esa cotidianidad paranoica –en la que cada pequeño dato de la realidad puede ser señal de algo terrible– es la ‘tranquilidad’ que quiere y ha buscado una parte considerable de la sociedad chilena. Pinochet nunca estuvo solo.
- Si en Chile ‘76 Martelli opta por un elusivo minimalismo atmosférico, en El Conde Pablo Larraín pone todas las carnes en el asador y no se ahorra ningún impulso ni calla ninguna de sus ocurrencias fáciles. Su punto de partida podría haber sido el buen punto de partida de un cortometraje cómico algo sensacionalista: resulta que Pinochet no está muerto; es más: no estará muerto porque es un vampiro inmortal, de esos que necesitan chupar sangre para mantenerse en forma y que sobrevuelan hambrientos las ciudades, aves de presa en busca de víctimas propicias.
- Larraín es el director chileno más conocido de su generación. Luego del éxito general de su cuarta película –No, sobre el plebiscito de 1988 que anunció el fin de la dictadura y la primera cinta chilena nominada al Óscar, en 2012–, Larraín inició una carrera internacional especializada en biopics –películas biográficas– que han sido diseñadas para el lucimiento de sus estrellas hollywoodenses: en Jackie (2016), Natalie Portman imita o remeda hasta en sus mínimos manierismos a Jackie Kennedy y Kristen Stewart hace lo propio con Lady Di en Spencer (2021).
- Larraín pertenece a esa estirpe de directores que comparten la misma mala suerte: la de los realizadores que con cada nueva película empeoran un poco. En su caso, su talento estilístico –no hay plano en sus últimas películas que no sea una jactancia evidente y virtuosa– se ha ido convirtiendo en la coartada de ideas que son pocas y simples. O al revés: sus relatos son un pretexto para esas demostraciones estilísticas varias (suyas, de sus actores, de la puesta en escena). En El Conde, ideas que en el mejor de los casos hubieran dado lugar a un breve ejercicio cómico son sostenidas por casi dos horas. Es decir, son repetidas: escuchamos una y otra vez que Pinochet, el vampiro, está más ofendido por su fama de ladrón que de asesino; lo vemos una y otra vez prepararse batiditos de corazón humano en una licuadora; se insiste hasta el cansancio en las mismas demostraciones de la rapacidad teatral de sus hijos y esposa, etc.
- Filmada en blanco y negro, en un paisaje desolado (como si Béla Tarr hubiera decidido volver al cine pero ahora dedicado a la farsa gruesa), El Conde podría redimirse si la consideráramos un ejercicio catártico: nos ofrece el placer de mandar a la mierda al dictador y su familia. Pero ni siquiera alcanza para eso, pues sus tres o cuatro chistes dejan de ser chistosos –si alguna vez lo fueron– en su tercera o cuarta repetición. Los brillos visuales del asunto –¡ver a Pinochet volando sobre Santiago!– no logran distraernos de las torpezas de un guion aquejado por discursos explicativos (“me hice famoso internacionalmente porque había derrotado al comunismo”, declara el dictador) y frases hechas (“es verdad que la belleza y la inteligencia nunca van juntas”, reflexiona). Por más que uno lo intente, no hay caso de sacarle mucho a esta película porque quizá, adentro, no tenga nada que sacar.
- Si fueran juzgadas por su política, ¿qué se podría decir de estas películas de terror chilenas? En Chile ’76, Martelli reproduce –con elegancia y precisión– los sentimientos de culpabilidad disidente de una clase que mayoritariamente celebra y se beneficia de la dictadura, entendida esta como un hecho colectivo, el acto feliz de una clase. En El Conde, Larraín sugiere –con desdén aristocrático– que las mayores culpas de Pinochet y su dictadura fueron la vulgaridad y el mal gusto, ya de suyo una clásica crítica reaccionaria de un hecho reaccionario.