InalMama, sagrada y profana
Uno: Cualquiera que haya estado atento al cine de la última década sospecha lo siguiente: el documental ha reencontrado un espacio –estético y político– que parecía perdido. Es más: ocupa el lugar abandonado por las insuficiencias de la ficción, por la ausencia de un cine político que se acerque, con algún grado de suerte, a las complejidades de lo contemporáneo (con sus impases entre una experiencia subjetiva o personal y las abstracciones un tanto esquivas de la historia y sus procesos).
Dos: En algunos casos, el documental es casi todo lo valioso: el mejor cine estadounidense de la última década son documentales. No poco del mejor cine mundial honra la ética del documental. Grandes y experimentados directores encuentran un norte, que ya no veían hace rato en su cine de ficción, cuando prueban suerte en el documental (Martin Scorsese, Agnes Vardá, Jean Luc Godard). Es más: los grandes practicantes del género –esos que hace 30 años hacían su obra en silencio– regresan a nuestra consideración crítica como lo que son, maestros del cine: Claude Lanzmann, Chris Marker (para citar dos casos).
Tres: Eduardo López Zavala es uno de los grandes documentalistas bolivianos en ejercicio. Nos presenta ahora lo que llama, muy a tono con los modos del documentalismo reciente, no tanto el relato, resumen o síntesis de un tema sino un “ensayo” sobre él (un ensayo, dice, “político, visual y musical sobre la coca y la cocaína en Bolivia”). Con esta palabra, me imagino, se quiere dar cuenta de una manera de armar la película: es ensayo en tanto diversas hebras y registros, no siempre de manera lineal, van tejiendo su acercamiento a lo que la ocupa y preocupa.
Cuatro: Aunque hay bastante más, estructuran InalMama cuatro hebras: el testimonio, en primera persona, de un brasileño encarcelado en San Pedro por narcotráfico; el contacto de una comunidad guaraní del sur del país con el norte yungueño (contacto mediado por la coca); la historia, semi-ficcional, de un repartidor de periódicos que deambula y conecta, narrativamente, varios espacios; los trajines, también semi-ficcionales, de un par de kallawayas y los ritos y ceremonias que los acompañan. Y si digo que hay más es porque estas historias entran en diálogo con: entrevistas a cocaleras en el Chapare, paisajes frecuentes, mineros ponderando la importancia de la coca, videoclips musicales, etc.
Cinco: Las virtudes de este ensayo no son escasas y de él se pueden decir varias cosas pero nunca que esté mal hecho: atento al aura de las imágenes, editado con esmero y talento, generoso en su conexión con la música (muchas veces conmovedora), amoroso en su trato de paisajes y rostros. Frente a esta estética –que le debe algo sustancial a Jorge Sanjinés– es difícil permanecer indiferente. A ratos, incluso, su indagación de la realidad da frutos que son mucho más interesantes que los ofrecidos por buena parte del cine de ficción boliviano reciente (este espectador confiesa que sólo en momentos de Rojo Amarillo Verde se sintió, como aquí también a momentos, enriquecido por una película boliviana).
Seis: Hay en el centro de InalMama un buen ensayo documental inscrito dentro de otro, no tan interesante. Lo que quiero decir es que dos de sus hebras narrativas alcanzan el ideal del género: el relato del brasileño caído en desgracia y el seguimiento del pueblo guaraní en busca de proveedores directos de coca. Se trazan así historias radicalmente específicas, marcadas por lo concreto, que son, al mismo tiempo, relatos abiertos a una serie de resonancias colectivas. Es como si los procesos sociales –el peso de la historia– reencarnara en estos relatos, en estas historias sufridas o celebradas personalmente. En ellos, López se deja arrastrar por lo que descubre: como en los buenos documentales, el documentalista se rinde a la riqueza sagrado-profana de lo real y trata de estar a su altura.
Siete: Pero los momentos en los que creemos estar ante una verdad son profusamente adornados por un tratamiento sagrado de lo sagrado, una ritualización ideológica de lo ritual. Acaso se pueda decir que ese respeto, entre distante y reverencial, por los usos y sentidos sagrados de la coca acaba sobredeterminando la aparición de su necesario opuesto: la degradada y maniquea abyección de la vida urbana (encarnada en el recorrido del vendedor de periódicos). Se corre el riesgo de encallar, entonces, en el lado cosificado de las cosas que la coca toca: discursos, ideología (y no una indagación). No es casual que, en las partes discursivas de InalMama, el humor (que sí registran las historias del brasileño y del peregrinaje guaraní) desaparezca por completo; tampoco que, visualmente, la película tienda a petrificarse en estáticos retratos sublimantes (del paisaje, de rostros como paisajes); o que la música sobresature el sentido (con letras que operan como subtítulos didácticos); o que la ficcionalización (algo cargada) haga su irrupción. O sea: InalMama encuentra los momentos de su mejor definición cuando no ficcionaliza, cuando no musicaliza el sentido, cuando no se deja engatusar, desde la contemplación pasiva, por lo ideológico.
Ocho: Quizá el problema sea este: lo sagrado no puede ser representado desde lo sagrado. Entre otras razones, porque el hacerlo supone banalizarlo, revelarlo como un show que nos dice poco o nada. O quizá sea este otro: lo sagrado no está escindido de lo profano, surge naturalmente de él o no surge sino como una ingenua teatralidad culturalista. (En la película, la sacralidad reside mejor no en los rituales sino en el discurso final del gran capitán guaraní; o en las imágenes del brasileño duchándose, casi un bautizo de su nueva vida, en la cárcel con su guagua). O quizá este: la sacralización tiende a diluir lo político, a borrar la historia (casi ausente en la película). Resumiendo: la sacralización de lo sagrado allana el camino de la ideología y sus lugares comunes (“la limpia hoja de coca pisoteada por los blancos”, “la culpa es del imperialismo”, “la degradada modernidad viola a la madre tierra”, etc., etc.).
Y medio: La ética del documentalismo es una caminata sobre la cuerda floja. Por un lado, hay que estar dispuesto a dejarse cautivar por la abundancia de lo real, hay que abandonar lo que esperamos encontrar en ella para seguir las ambiguas pistas que nos ofrece. Por el otro, esa riqueza no necesariamente se nos brinda en bandeja de plata y requiere que la pasión indague, que no deje de preguntarse sobre lo que ve o le dicen, tiene que desconfiar de lo que se brinda simplemente como “experiencia”. En este difícil ejercicio ético, habría que celebrar los momentos en que López sale ileso.