Las bellas durmientes de Marcos Loayza

 

Uno: Puede que Las bellas durmientes, la última película de Marcos Loayza, se preste a varios malos entendidos. Puede ser, incluso, que intentemos verla como “una comedia policial que se desarrolla en Santa Cruz”. Pronto, sin embargo, esas expectativas son felizmente defraudadas: la comedia deviene un melancólico, casi depresivo, retrato de costumbres; el hilo policial no es sino un repertorio, casi inconexo, de frustraciones y gestos vacíos que poco o nada tienen que ver con la “verdad” o la “justicia”; y la Santa Cruz presentada oscila entre la impersonal postal aérea y un atroz catálogo de decoración de interiores.

Dos: Una serie de asesinatos de “magníficas” convoca los oficios de la policía boliviana. Esa es la premisa, a todas luces detectivesca, de la película. Pero no hay tal: Las bellas durmientes no es ni quiere ser una película policial. Juega más bien, y con desgano, al juego de las hipótesis, pistas e interrogatorios, y su investigación es deliberadamente teatral y absurda, como sacada de la manga de un pajpaku o más bien copiada de la televisión. En el universo creado por Loayza, el trabajo de los policías es sólo “sonar como policías”, mandar a alguien a la cárcel (no importa si inocente o culpable) y listo: la farsa ha terminado. Hay así dos registros en la película: el pretexto policial –que seríamos ingenuos en seguir o tomar en serio– y su sistemática frustración o imposibilidad.

Tres: Aunque Las bellas durmientes no sea un policial, sí es un retrato de la policía boliviana. Un retrato que, de hecho, quizá no coincida con nuestra imagen de la institución. En Bolivia, el que más o el que menos tiene una (mala) experiencia con esa policía, conocimiento que solemos resumir en dos adjetivos: incompetente y corrupta.

Cuatro: Las bellas durmientes va  por otro lado: no el de la revelación de algo que creemos ya saber (que la policía boliviana puede ser incompetente y corrupta), sino el del retrato de una institución que opera, perfecta y cómodamente, según una lógica propia. Sostener (o denunciar) que la policía es incapaz de resolver crímenes supondría imaginar que quiere resolverlos, cuando –tal vez en los hechos y con seguridad en la película de Loayza– su perfecto funcionamiento interno sólo demanda la perpetuación de los rituales de una lógica corporativa y autoritaria y, hacia afuera, la producción inútil de formularios y risibles discursos que fingen un aire policial.

Cinco: El entrañable personaje central de Las bellas durmientes, el Cabo Quijpe (con jota), es, en ello, tragicómico. Semianalfabeto e incompetente como sus colegas (y, sobre todo, como sus superiores), cree que su trabajo consiste en resolver crímenes e identificar culpables. Esta desubicación respecto al ethos institucional lo conduce a la impertinencia, es decir, a imaginar hipótesis y seguir pistas, acaso tan absurdas como las que la institución –a través del Sargento Vaca– se inventa de cajón, pero por lo menos hipótesis y pistas –las de Quijpe– que buscan una conexión con la realidad. En este mundo invertido, la resolución de un crimen tiene que luchar contra los obstáculos interpuestos por la policía misma. El Cabo Quijpe es un policía que ha sido invitado a un baile sin saber que era un baile de disfraces.

Seis: La película se organiza así, y esos son sus momentos mejor logrados, como una colección de representaciones grotescas: modelos construyendo su imagen frente a los espejos; desfiles y pasarelas de provincia que imitan algo visto en alguna revista; muertas que, incluso como cadáveres, parecen posar –malas actrices hasta la muerte– para las páginas sociales de El Deber; policías que representan lo que vieron en algún capítulo de CSI o dicen lo que escucharon en alguna película policial del cable. En este reino de espejos y espejismos, la ciudad misma se desrealiza: a través de tomas áreas que nunca bajan a tierra (Santa Cruz es una ciudad de almanaque, de “marca ciudad”) o de espacios entre desolados y asépticos (calles de arena, aceras desiertas, apartamentos que parecen la residencia de ratones con un gusto por el minimalismo de shopping mall gringo).    

Siete: No más que marionetas representando un farsa, los dos buenos actores protagónicos de Las bellas durmientes (Luigi Antezana y Fred Núñez) se mueven entre la rigidez y discretos gestos o frases reveladores. Loayza evita la fácil oposición entre el “irreal” mundo de la farándula  y el de “la realidad” (los policías y sus desplazamientos): aquí todos por igual participan en la misma comparsa de imposturas (y de ahí la tragedia del Cabo Quijpe, al que no le avisaron que éste era un juego). Lo único real, cotidiano y doloroso son las jerarquías: el Cabo abusado por el Sargento, el Sargento abusado por el General, el General abusado por el “tío influyente”, etc. En este sistema, neo-colonial más allá de sus aires “modernos”, se sigue una regla de sobrevivencia infalible: llunkerío con el superior, soberbia con el inferior. El género policial en Bolivia, parece decirnos la película, no puede ser sino eso: rituales de un poder desnudo y arbitrario.

Ocho: Se puede, con legitimidad, insistir en aquello que tal vez no funciona en Las bellas durmientes: su abuso de las tomas áreas, por ejemplo, como si Loayza desconfiara de la ilación de sus secuencias (desconfianza ya presente en El corazón de Jesús, que convoca interrupciones de un cantautor); o, a ratos, una banda musical entre excesiva y obvia; o alguna escena forzada; o, en general, un lenguaje de la imagen (en la construcción de planos) algo setentero y convencional. Pero, más allá de estos debatibles reparos, el traspié narrativo más notorio de la película lo encontramos en su final: pues la película termina muy bien (es el mejor final en la filmografía de Loayza) con una silenciosa danza del Cabo Quijpe y la imagen publicitaria de una modelo. Pero Loayza no reconoce ese final, el verdadero, y considera necesario añadir una coda explícita (el Cabo conversando con su hija), como si el suyo hubiera sido un cuento de hadas que hay que cerrar con un colorín colorado o, lo que es lo mismo, un policial que, por definición y según la misma película, ya sabemos que es imposible en Bolivia.

Y medio: En el panorama del cine boliviano de 2012, Las bellas durmientes también podría ser pensada como una respuesta a Insurgentes de Jorge Sanjinés. A la dudosa abstracción que organiza esta última cinta –“el gobierno de Evo es una revolución, lenta y dolorosamente gestada por la historia”–, Loayza responde con una certeza concreta: ni siquiera en tanto mínima reforma del Estado (i.e., de la policía) esto es algo cercanamente parecido a un cambio. Es más: este “proceso” reproduce un mundo de afinidades electivas, de pesadilla neo-colonial en la que todos danzamos el mismo baile farsesco: el Estado, la policía, las pasarelas, las magníficas, la justicia, los gobernantes, los movimientos sociales, los medios.

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