“Los viejos soldados” y el último indigenista
“Los viejos soldados”, la reciente película de Jorge Sanjinés, comienza en la Guerra del Chaco, es decir, en los años 30. Ahí, en las trincheras, se conocen Sebastián Choquehuanca, aymara, y Gabriel Fernández de Córdova, hijo perdido de la élite blanca boliviana. Ambos son, más que personajes, símbolos de sus respectivos estatus étnico-raciales, no porque los representen naturalmente, sino porque Sanjinés los quiere así, paradigmáticos, para hacer con ellos, igual que significantes de un discurso, un alegato de carácter filosófico y político sobre el país. Por eso, en ambos casos, su destino personal es el inverso a la trayectoria normal de sus respectivos estamentos, para que funcionen como la alegoría de una posible reparación y reconciliación de Bolivia, que se postula como una sociedad rota.
Por otra parte, no otra cosa ha hecho siempre Sanjinés, toda su vida. De este modo es como ha creado un cine potente e imprescindible para los bolivianos, que se cierra con esta película que ha filmado a los 86 años y que tiene el mismo carácter programático que cualquier otra de sus obras. Que, además, como ya han hecho notar varios críticos, resuena con ellas. Sin embargo, hay una diferencia de “Los viejos soldados” respecto a las demás películas. Por primera vez, esta plantea una solución a su problema –el problema de todo el cine sanjinesiano– que no es una respuesta artificial o coyunturalmente política (el “proceso de cambio” o la lucha contra “el enemigo principal”), sino que tiene un fondo emocional y ético. Esta solución es la amistad entre indios que se modernizan y blancos que se indianizan, porque esta amistad detiene, por fin, el racismo ancestral. Al fin y al cabo, proclama “Los viejos soldados”, el sufrimiento histórico común nos ha hermanado.
En la misma época en que estalló la guerra del Chaco, comenzó entre nosotros el indigenismo, la más poderosa corriente artística que ha tenido este país (otra cosa es que él no lo sepa). El indigenismo es la mayor creación de las élites latinoamericanas (o, más bien, de ciertos sectores ilustrados y a la vez contestatarios de ellas) que, en cierta etapa de su existencia, cobraron consciencia de que no eran las herederas algo harapientas de Europa, sino las cunas privilegiadas de la cultura dominante y de los intelectuales de unos países sin voz ni imagen propias, pero que, pese a todo, eran sus patrias. Unos países que ellos no entendían ni retrataban; que ellos no construían, porque quienes lo hacían, quienes los levantaban sobre sus espaldas, los movían y remodelaban con sus manos desnudas, eran los indios. Entonces, decidieron ir hacia ellos. El indigenismo fue el resultado de un sentimiento amargo: la mala consciencia por el racismo estructural de las sociedades latinoamericanas.
De ahí sus características, que corresponden plenamente con las del cine de Sanjinés, como esta película nos recuerda incluso más que las otras. Sanjinés es el último gran indigenista boliviano. Es también uno de los últimos hijos de la Revolución Nacional, a la que retrató mejor que nadie en el lenguaje de las imágenes en movimiento. Esta doble filiación no resulta extraña, porque el indigenismo fue uno de los afluyentes, el más importante en el campo cultural, del delta de la Revolución. Pese a su temporal radicalización comunista de los 70, Sanjinés nunca dejó de ser un nacionalista revolucionario, esto es, un indigenista.
Retomo lo que acabo de decir: los elementos característicos del cine de Sanjinés, que a veces le salen bien y a veces mal, corresponden con esta corriente. El principal es, por supuesto, la idealización de los indígenas, el rasgo que le da nombre. Se trata del mismo mecanismo que llevó a Cecilio Guzmán de Rojas, en los años 40, a embellecer a los indios que pintaba, con una estética que recuerda la exaltación fascista de los rasgos arios y latinos.
Los que no tienen mala conciencia, tienden a ridiculizar este tipo de idealización. Pero a menudo estos que carecen por completo de remordimientos por la situación histórica de los indios en Bolivia o son bobos o son racistas. (Otra cosa, por supuesto, es la opinión que sobre dicha idealización tienen los propios indígenas, asunto que tocaré enseguida).
En el cine del que hablamos, la idealización, que es un elemento del contenido, se conjuga con un número de invariantes formales: personajes maniqueos, parlamentos con tesis, melodrama, ineptitud para el humor. Aunque haya que salvar enormes distancias, las analogías entre lo señalado y la obra de los pintores Guzmán de Rojas, Juan Rimsa o David Crespo son claras. Sanjinés y la literatura indigenista también se evocan mutuamente. Compárese “Ukamau” con “Raza de bronce” o “Yanakuna”. Y piénsese que en “Los viejos soldados” reaparece un tópico indigenista que está presente en las citadas novelas: la violación de las mujeres indígenas por blancos o mestizos.
El arte indigenista tiene propósito, describe una sociedad con trazos gruesos para causar escándalo y dolor, y así movilizar a las mentes. Es un arte recio, esquemático y naif, pero que funciona en la medida en que logra estetizar la violencia social. Si esta estetización es magistral, tenemos “La nación clandestina”.
No cabe duda de que, a esta altura, el indigenismo ya se ha agotado. El indigenismo es esencialista, de ahí su poder político, mientras que ahora vemos a las identidades como construcciones discursivas relacionales más complejas. Alguien puede ser indio para unos y blanco para otros al mismo tiempo, etc. Sanjinés también lo sabe. “Los viejos soldados” es una película sobre las modificaciones identitarias “voluntarias”. Y también ha tocado este tema en su mejor película, “La nación clandestina” y en otras. Pero siempre lo ha hecho en el marco indigenista, bajo el supuesto de que lo indio legítimo equivale a la comunidad.
En el contexto de la masiva modernización de los indígenas que han abandonado la vida rural y los cambios políticos de las últimas décadas, el indigenismo ha sido ferozmente criticado por su “paternalismo” e incluso por su “racismo”, ya que adultera la real consciencia de los indígenas y les prescribe desde fuera lo que deben ser para ser. Esta crítica es uno de los componentes centrales del indianismo, con su lema central: “los indios nos liberaremos (expresaremos) a nosotros mismos”. Para el indianismo, el cine de Sanjinés forma parte del “pachamamismo”: convierte lo indígena en folclore antropológico en beneficio de ajenos intereses expresivos.
Esta es una crítica comprensible en la etapa inicial en que se halla el movimiento indígena boliviano, pero es injusta, porque no toma en cuenta que sin Sanjinés, entre otros, sin el indigenismo en general, el indianismo no hubiera podido existir, habría sido ahogado en la cuna. Seguramente es saludable que, tras Sanjinés, ya no vayamos a ver obras indigenistas nunca más. Sin embargo, deberíamos despedir a la última de ellas, “Los viejos soldados” con un pañuelo blanco en las manos y una lágrima en los ojos, en homenaje a todo lo que significaron sus antecesoras para nosotros y para la patria.