Los viejos: un regreso
Uno: Los viejos, el segundo largometraje de Martín Boulocq, se abre con una serie de deterioradas imágenes documentales que, suponemos, registran la represión que acompañó al golpe militar de García Meza, en 1980: vemos a militares en maniobras violentas y rápidas, a “subversivos” amontonados en filas, a hombres obligados a desnudarse en medio altiplano a punta de cañón, vemos golpes bajos y humillaciones casi teatrales. Son imágenes en blanco y negro –tomadas por una cámara que parece ser, en sí misma, un instrumento de represión– que poseen el aura de la inmediatez: simples, cercanas, directas, “reales”. Producen, claro, desazón: nos sentimos obscenos, casi testigos involuntarios de algo que no deberíamos estar viendo, mirones frente al dolor.
Dos: Vemos inmediatamente, ya en color, a Toño, personaje central, cagando detrás de unos adobes en medio del altiplano. Algo ha cambiado radicalmente, más allá del color: en un registro que dominara los 72 minutos de la película, la palabra “ver” será siempre una exageración: entrevemos, adivinamos, suponemos a un personaje apenas distinguible de lejos, desdibujado por reflejos, observado desde el interior de un auto. Por eso, este inicial contraste de registros (documental vs. indirecto) más que ser un anuncio de lo que vendrá es una presentación o marco explicativo de lo que no veremos: el “ahora” de su historia abandonará, casi por completo, la inmediatez documental-realista y será construido a través del reflejo, la indirección, la elipsis. Se sugiere acaso lo siguiente: frente a los traumas de la historia (esas imágenes en blanco y negro) no nos queda otra que representar el presente como una serie de borrones, de imágenes parciales, de retazos de realidad fuera de foco.
Tres: Enumeremos las formas evidentes de la indirección o desdibujamiento visual que Boulocq reserva a sus personajes: en principio, habría que notar el desencuentro sistemático entre rostros e imágenes . No sólo los vemos frecuentemente desde atrás o parcialmente (una oreja, un pedazo de vientre, un cuello de espaldas a la cámara, un perfil borroso) sino que entre esos personajes y la cámara los obstáculos son ya pesadillescos: ventanas, cortinas, reflejos que encandilan, parabrisas sucios, charcos de agua. Algo así como que si los personajes, cuasi fantasmáticos, escaparan de la imagen directa, como si se escondieran ya no por timidez sino por terror de ser vistos. Es más: no pocas veces, llegan tarde a la imagen (entran al cuadro renuentes, haciéndose esperar). Se crea, sin duda, una textura: fueras de foco, pedazos de rostros, espaldas, cuadros vacíos a la espera de sus personajes.
Cuatro: La descomposición o borronamiento visual de las personas contrasta en Los viejos con la claridad, lírica casi, de sus imágenes de la naturaleza. Nos demoramos (pues Boulocq es devoto fiel de las tomas exasperantemente largas) en diversos cuadros del entorno. Pocas veces, en un cine –el bolivaino– tan propenso al paisaje, hemos visto algo parecido (y se lo debemos a la notable fotografía de Daniel Cajías): una naturaleza sin duda sobrecogedora (que, como decía Saenz, nos deja “cojudos”), pero al mismo tiempo melancólica, triste en sus neblinas varias, ajena.
Cinco: Esta otra alternancia de personajes y naturaleza podría ser, de hecho, otra manera de entender la película: los primeros parecen extraviados, abrumados por la segunda. No es casual que, en el diseño de la película, escuchemos menos diálogos (muy pocos en toda la cinta) que un rico entorno de sonidos: ladridos, pájaros, viento, el murmurllo de los árboles. Es más: como sus imágenes, las palabras aquí no son sino reflejos, ecos de algo que no puede decirse directamente.
Seis: Por lo dicho hasta aquí, es claro que Los viejos es, de alguna manera, un ejercicio de estilo. En ello, un ejercicio que corre el riesgo de cierto amaneramiento (tanta indirección se vuelve demasiado abarrotada). Yo, en todo caso, prefiero celebrar ese exceso: no es frecuente en nuestro cine de que nos quejemos de una película por su demasía o deliberación estilística. Si la toma larga, por ejemplo, es ya en este estilo una suerte de principio a ciegas (y no es casual que Tarkovsky y Antonioni sean convocados como influencia por Boulocq), por lo menos se puede decir que muchas son cautivantes tomas largas.
Siete: Habría que decir, por otra parte, que –en tanto ejercicio de estilo– Los viejos es de esas películas menos interesada en contar una historia que en sugerir sus estragos (sus síntomas, incluso). En esto, es algo esquemática: vemos a los personajes sufriendo, nunca seguros por qué, durante por 65 minutos. Y al final, una suerte de liberación cambia sus rostros. En esta transformación, que es la que cuenta, se supone una historia (y los que nos quieran que les cuente la película deberían saltarse esta parte y continuar en el apunte ocho): Toño ha perdido a sus padres en la dictadura de García Meza; tiene que irse a vivir con otro dictador, esta vez familiar: su tío; se enamora de su prima; es expulsado/exiliado de su casa; vuelve. Es decir, Los viejos cuenta sin contar la historia de un regreso (y en eso se parece a Liverpool de Lisandro Alonso): un regreso a la escena del crimen, a una historia de amor trunca, a un patriarca moribundo, a un país que no ha saldado, ni mucho menos, sus cuentas históricas.
Ocho: La suerte de tesis final de esta película de Boulocq no deja de ser audaz: la muerte de “los viejos” (el patriarca, los dictadores, esa generación) nos permitirá seguir viviendo, empezar de alguna manera. Hay, en esto, la reinstauración de una vieja confianza edípica: despachado el padre, el camino es otro. Pero interesa en esta versión de una vieja idea la brutalidad (en una película poco dada a ella) con que se la plantea: eliminado el escollo, todo es posible, incluso reir, una batalla con espaguetis y harina, un paseo en motocicleta. Hasta la autoindulgencia de una canción de Los knochis.
Y medio: Vi la película el día de su estreno abierto, en la Cinemateca boliviana. Había cuatro personas en total, una de ellas mi esposa. Quiza era muy tarde (21:30) y hacía mucho frío. Pero, crisis de la Cinemateca aparte, no dejó de añadir al tono melancólico de la película la evidente tristeza de una sala semivacía. Es probable que Los viejos genere opiniones encontradas: habrá personas (conozco a varias, que respeto) que la considerarán, con algo de razón, un filme en que la autoindulgencia es casi insoportable. Otras, considerarean que es una de esas cintas “artísticas en las que no pasa absolutamente nada”. Pero creo que, a pesar de esas objeciones, es una cinta que merece nuestra atención. Los subtítulos. Los circuitos de festival.