Así es la vida: Sobre películas de carretera e identidad
1. Fue Alcides Arguedas el primero que, al enumerar en 1909 los síntomas de nuestra “enfermedad” colectiva, identificó la falta de caminos como uno de ellos: “Es más fácil hacer un viaje a cualquiera de las capitales europeas –escribió– que atravesar el suelo patrio de un punto a otro e ir, por ejemplo, de Tarija a Trinidad, o de La Paz a Santa Cruz”. Irregulares en todo, los bolivianos también lo éramos por la heterogeneidad de un suelo que nos empujaba a la incomunicación y a la soledad.
2. Muchos años después, frente a Pueblo enfermo, René Zavaleta Mercado había de pronunciar la que fue su opinión invariable sobre Arguedas: “Comercializó la difamación del hombre boliviano, con una prosa todavía más lamentable que sus lamentables ideas”. Pero pese a su desdén no dejó de identificar, con parecida alarma, la misma incomunicación constitutiva: “Porque aquí cada valle es una patria, en un compuesto en el que cada pueblo viste, canta, come y produce de un modo particular y habla todas las lenguas y acentos diferentes sin que unos ni otros puedan llamarse por un instante la lengua universal de todos”.
3. Y es que la boliviana, como tantas otras, es una sociedad que se ha pensado a sí misma insistentemente –en su literatura, en su ensayo social, en su cine– como una sociedad desarticulada, escasamente homogénea, monstruosamente marcada por las separaciones culturales y por las discontinuidades históricas.
4. No es por ello extraño entonces que el cine boliviano haya frecuentado la figura del viaje: ve en él una alegoría conveniente, como si en los esfuerzos y epifanías de la ruta se pudieran reparar las distancias, deshacer las alienaciones, desandar las rupturas y remediar los olvidos históricos. A veces, el viaje se propone según los imperativos de un regreso a la autenticidad –en Vuelve Sebastiana (1953) de Jorge Ruiz o en La nación clandestina (1989) de Jorge Sanjinés–; en otros casos, el viaje sigue pautas de la road movie clásica, es decir, la que supone que desplazarse es ya de alguna manera conocer lo que no conocemos: Mi socio (1982) de Paolo Agazzi, Cuestión de fe (1995) de Marcos Loayza o Yvy Maraey (2013) de Juan Carlos Valdivia. Es claro que estas película no son sino variantes del mismo procedimiento formal: imaginan un trayecto que conecta o reúne extraordinariamente lo que, en Bolivia, la rutina social separa.
5. A nuestra lista de películas de carretera bolivianas se le podría añadir Así es la vida (2012). Dirigida por el Ing. Jorge Aquino, narra minuciosamente un viaje en camión de Oruro a Independencia (la capital de la provincia de Ayopaya, Cochabamba).
6. Por el título se podría anticipar que lo que Así es la vida amontona y cuenta son las repetidas fatalidades de un melodrama. Ya se sabe que en este género –que Carlos Monsiváis resumió en la fórmula “se sufre pero se aprende”– las desgracias de la vida
son enfrentadas con similar resignación: “sólo Dios sabe”, “qué se le va hacer”, “no está en nuestras manos”. Pero el título de esta road movie es engañoso: más que resignación frente a la vida, anuncia un deseo de fidelidad documental. Es, quiero decir, un título descriptivo: se propone que así es efectivamente la vida en la ruta entre Oruro e Independencia.
8. ¿Y cómo es la vida en esa ruta, según el Ing. Aquino? Es literal, como el título de la película. Los accidentes del camino son accidentes en el camino: plantones en el barro, pausas provocadas por fallas mecánicas, paradas para descansar, comer o ir al baño. Y la gente que el camionero conoce en la ruta no está ahí con fines convenientemente ilustrativos: está ahí más bien porque necesita que la lleven de un lugar a otro. Y los intercambios entre los personajes son intercambios comerciales (y algún romance). Y hay traguitos y bailes. Y todo esto se desarrolla según una sociabilidad verbal abrumadora, dicharachera, que no deja de hablar y hablar y hablar.
9. La ansiedad identitaria que determina el tono de las road movies de Agazzi, Loayza o Valdivia (o Ruiz o Sanjinés) está ausente en Así es la vida. Con alivio, aunque al borde del tedio, vemos dos horas de una suerte de cotidianidad quechua-hablante en la que nadie sospecha que su vida pueda ser una alegoría nacional. Es Mi socio o Cuestión de fe o Yvy Maraey sin los discursos.
10. Descubrimos al final que la película repite en 2012 el viaje que inauguró, en 1946, la ruta Oruro-Leque-Kami-Independencia. Vemos fotos de las autoridades de la época, de los documentos firmados en la ocasión, de la fiesta que recibió la caravana de 1946. Todo esto, de pronto, resucita. Y también de repente recordamos que José Eduardo Guerra, en su andinocéntrico Itinerario espiritual de Bolivia de 1933, decía que la cultura boliviana necesitaba, para funcionar, la estrecha comunicación de una población de puna y una de valle: Potosí y Sucre, El Alto y La Paz, Oruro y Cochabamba (unidad que es la que, en su trayecto, propone Así es la vida). Y que el territorio recorrido no es un paisaje vacío sino el de Ayopaya, acaso el mismo que recorrió el Tambor Vargas en su Diario y al que Nataniel Aguirre pensaba dedicarle la tercera parte de su tetralogía, Juan de la Rosa (con ese título: Ayopaya). Se nos ocurre, por último, que quizá también la historia ayude a salvarnos, así sea por un momento, de la miseria identitaria, esa pesadilla de la que hoy estamos tratando de despertar.