“Cruces”: un breve calvario
Uno: “Cruces”, película boliviana de John Cornejo y Jorge Viricochea, encuentra al menos en su título una redención: no sólo sugiere sus pretensiones narrativas (cinco historias que se cruzan), sino un modo (el melodramático “todos cargamos una cruz”) y una locación (Coroico y sus cruces a la vera del camino, cada una –se podría imaginar– una historia por descubrir).
Dos: “Amores perros” en Coroico, parece ser aquí la idea, acaso por lo de la conexión de las anécdotas, por la centralidad en ellas de accidentes y traumas, por los excesos sentimentales del conjunto. Pero si en “Amores perros” tenemos tres historias en 150 minutos, en “Cruces” el paso se acelera a cinco en noventa. Acaso se podría pensar “Cruces” como una serie de cortometrajes entrelazados.
Tres: Los cortometrajes de “Cruces” son cinco pedazos antológicos de melodrama telenovelero: el cura que se debate entre la lascivia y la fe, el padre moribundo cuidado por las hijas, el doctor-pordiosero que ha perdido a su familia, el macho que tiene un hijo gay, la beata abandonada que trata de evitar que su hija siga el mismo camino. Salvo momentos casi imperceptibles, ninguna de estas historias es explorada más allá de su carácter arquetípico. No es difícil pensar que en vez de cinco podrían haber sido diez: ¿por qué no una historia de gemelos separados al nacer, de una madre que ve crecer a su hijo desde lejos o la de algún supuesto muerto que regresa al pueblo después de veinte años?
Cuatro: Lo que parece, entonces, una valentía o sofisticación narrativa (“¡cinco historias en una!”) es una manera de disimular la imposibilidad de contar y sostener cualquiera de ellas más allá de estereotipos, diálogos de mexicanada televisiva y actores entre paralizados y sobreactuando. Este costumbrismo a la Raúl Salmón ha tenido, marginalmente, mejores expresiones en el cine boliviano: “Pueblo chico” o “Los andes no creen en Dios”, de Antonio Eguino, por ejemplo.
Cinco: “Cruces” fatiga sus noventa minutos en una irresuelta tensión formal. A momentos, nos sorprende con buenas tomas o algún plano interesante. Pero, con frecuencia, abunda en encuadres mal compuestos, angulaciones forzadas, detalles ingenuos o torpes. Uno se queda con la impresión de que los directores sitúan la cámara un poco al margen de lo que pase delante de ella: los actores, ya teatrales, se paran en fila mirando no se sabe dónde; la gente a menudo se sienta a comer cual apóstoles en la última cena de Da Vinci.
Seis: En suma: las vulgaridades dramáticas de la película son respaldas por su vulgaridad formal. La música, por ejemplo, se cree acompañando una cinta silente: hay tonaditas alegres o tristes que, una y otra vez, nos aclaran, como en los noticieros de hoy, el tono de la escena. Si una de las mujeres se arregla el busto para tentar al prójimo (Úrsula al padre Damián), la cámara se acerca al busto de la susodicha. Si una muchacha se entrega al trance de seducir a un muchacho (María a Esteban), lo hace bailando una risible danza del fuego, como de comercial de cerveza trucho. Hay incoherencias de punto de vista (el Macho patriarcal pierde la cabeza recordando escenas que no ha visto), numeritos musicales malenlazados a la historia y hasta un par de voces en off: en un caso, se pone en boca de una niña una sarta de “perlas de sabiduría” (de libro de autoayuda o peluquería) y, en el otro, se narra, por completo, una de las cinco historias: el médico que cuenta su drama. (A dios gracias, al final de la película sospechamos que el médico volverá a la medicina: la escritura realmente no es lo suyo).
Siete: Me atrevo a conjeturar que, como en las otras artes, en el cine no es suficiente el deseo de “expresarse”, por muy sentidos que sean los sentimienos en cuestión. Un poco de humildad es útil: tener en mente, quiero decir, que hay mucho cine y muchos libros que uno podría leer o ver para educarse en el oficio y sus rigores. El material publicitario de “Cruces” la concibe una película que “rompe con las formas tradicionales de hacer cine en Bolivia” y la articula a una búsqueda de “nuevos lenguajes audiovisuales y nuevos contenidos”. No sé si la película se hizo de otra forma, aunque las malas películas suelen hacerse, con más o menos plata, de la misma manera en todas partes. Los “nuevos contenidos” de “Cruces” son limitados en su ingenua y previsible estirpe. Su “nuevo lenguaje” lucha aún por manejar los rudimentos del estilo clásico televisivo.
Ocho: En este melodrama hay un buen momento melodramático: el padre Damián (Carlos Robles) asiste, en la muerte, a su viejo amigo, Luis (Nano Sandoval). Por unos minutos nos olvidamos de la incomidad que nos acompaña viendo buena parte del resto: las actuaciones funcionan, los diálogos suenan posibles y la escena se cierra bien, con imágenes de los dos amigos, años atrás, pescando. Este sería un buen momento en una buena telenovela mexicana, capaz de emocionarnos. Pero incluso esa secuencia es contaminada: se la “cruza”, en un montaje paralelo, con otros personajes, a la búsqueda no de un “nuevo contenido” sino de una alegoría (“mientras un personaje asiste a la muerte, otro asiste a la vida, en un parto”). Pensar que éste es un “nuevo contenido” equivale a creer que “labios de rubí y dientes de perla” son dos revolucionarias metáforas.
Y medio: Las salas de cine en edificios a medio construir tienen sus desventajas. Cuando vi “Cruces” (en el Multicine), su banda sonora, no precisamente esencial, fue enriquecida por el constante rumor de martillos, combos, sierras que parecían llegar desde Coroico pero que llegaban del otro lado de la pantalla.