Sobre los paraísos cinéfilos
1. La cinefilia: Aunque los diccionarios la definan sobriamente como «afición al cine», la cinefilia tiene el aire de una enfermedad y de una acusación: más una aflicción autoinflingida que la pasión que se elige y que se cultiva. Es el «nombre de un tipo de amor especial» –trataba de defenderla hace 20 años Susan Sontag, la más estricta y solemne de las cinéfilas. Y luego explicaba, no muy bien: «Este amor nació de la convicción de que el cine es un arte como ningún otro: quintaesencialmente moderno, característicamente accesible, poético y misterioso, erótico y moral: todo al mismo tiempo. Como una religión».
2. Los templos de la fe: La «religión» del cine fue siempre frágil, vulnerable, en Bolivia. Los cines –templos plebeyos de esta fe– fueron aquí con frecuencia pocos y concentrados en dos o tres ciudades. Ya en 1961, en la sexta edición de su Historia del cine mundial (que la editorial Siglo XXI sigue vendiendo), George Sadoul escribía, azorado, sobre Bolivia: «En 1954 existían sólo 60 cinematógrafos y 30.000 butacas para 3 millones de habitantes (el 80% analfabetos)… No es cierto que la concurrencia llegue a un boleto por año y por habitante». Hoy, sesenta años después, nuestra tímida concurrencia a salas no ha cambiado: menos de una entrada por habitante al año. O, si se quiere, frente a las 12 pantallas por cada 100.000 habitantes de Estados Unidos, a las 9 de España e Italia, a las 3 de México y Argentina, Bolivia tiene hoy menos de 1 cada 100.000 habitantes.
3. Las temporadas: En el mejor de los casos y en las ciudades del eje, las salas de cine en Bolivia ofrecen dos temporadas claramente diferenciadas. Entre enero y marzo, gracias a la publicidad de los premios (sobre todo el Oscar), se arriesgan exhibiendo, brevemente, algunas películas nominadas y sin doblaje. (Gesto que los expendios de dvd reproducen por unos meses: agrupan y venden las «nominadas» como una categoría aparte). El resto del año lo dedican a un reducido número de películas: los grandes estrenos hollywoodenses, doblados. Por «reducido» quiero decir menos de 100 películas (vs. los cerca de 600 estrenos comerciales anuales en Estados Unidos, por ejemplo). Es decir, la cinefilia en salas es hoy en Bolivia lo que era la cacería de zorros en Inglaterra: un exclusivo asunto de temporada.
4. Otra muerte del cine: En los últimos 20 años no pocos cinéfilos célebres han hablado otra vez de la muerte del cine. O por lo menos de su intensa decadencia («ignominiosa e irreversible», escribía Sontag en el mismo texto). Los síntomas del fin son al parecer dos: sin duda la casi imposibilidad de ver en sala otra cosa que cine comercial gringo, pero sobre todo el hecho de que ese cine comercial sea tan malo (incluso en sus propios términos y a diferencia del cine comercial de otras épocas).
5. El duelo equivocado: Pero estos cinéfilos de duelo se equivocan. Si algo hay que lamentar, es el fin de la costumbre de ir a salas. O de ir a ellas con otra expectativa que la de ver espectáculos de cierto tipo. O de pensar que sólo podemos hablar de una película si «se ha estrenado en sala». En los hechos, ir a las salas hoy es ver cine rodeado de gente consultando su celular o comiendo. Y si realmente creemos que las necesitamos para vivir (las salas, no a la gente), que baste este rápido cálculo de mi misantrópica fantasía cinéfila: por la séptima parte del precio de un auto realmente viejo podemos comprarnos un sistema de proyección (data HD, sonido envolvente) que reproduce en casa la experiencia de las salas. Sin celulares y sin comida.
6. La salud del cine: Los verdaderos cinéfilos, los que profesan una fe sincera –y no el afán de sermonearnos a la manera de la escuela de Frankfurt–, saben que nunca ha existido mejor momento que este para su pasión. Nunca tantas películas han estado al alcance de tantos. Nunca el «no acceso a» (un trauma o tic cultural del subdesarrollo) ha tenido tan poca importancia: la pregunta hoy no es si una película «no nos ha llegado», sino si tenemos o no el tiempo o el deseo de verla (en dvd). Nunca se ha escrito tanto y tan bien sobre cine, aunque el medio dominante ya no sean las revistas sino los libros y los blogs.
7. Un rápido estudio de caso: Hoy mi compra de películas es como mi compra de libros: aspiracional. Es decir, compro películas que, si tengo el tiempo, quizá logre ver (pues hay tantas). Y aunque trate de estar al día con lo que, según consensos críticos, tiene algún valor, escojo el cine como escojo los libros: veo lo que me produce placer. Con esto quiero decir lo siguiente: que solo hoy los cinéfilos pueden entregarse por completo a la que es la principal pulsión de su afecto, la de acercarse al cine como si fuera una gran tradición desconocida que uno puede construir y reconstruir en su propia lectura. Menos preocupado por los estrenos (i.e., despojado al fin de la supersticiosa confusión de valor y actualidad), hoy puedo volver cuando quiero a los directores que me interesan y me sirven (digamos, e.g., Ozu, Bresson, Melville). Todo está disponible, ahí, a la mano.
8. Un cinéfilo hoy: La semana pasada releí Persuasión de Jane Austen, la mejor novela de la mejor novelista inglesa. Y coroné mi lectura viendo, una tras otra, las adaptaciones al cine o a la tv de esa novela: unas las conseguí en dvd, otras las vi por el servicio de «alquiler en línea» de Amazon. Para la semana que viene tengo ya un plan: un ciclo de lecturas y películas dedicado a Howard Hawks.