“Historias de nombres”, de Isabelle Combès
Quien haya intentado estudiar la historia de Santa Cruz seguramente se habrá tropezado con esta dificultad: la profusión de extraños nombres (es decir, nombres que no nos suenan de nada) de los grupos indígenas que conocieron los cronistas, y que en algunos casos han pasado a las historias contemporáneas. El esfuerzo por descifrar por qué eran tantos, de quiénes se trataba y qué pasó con ellos en el transcurso del tiempo, es decir, de dilucidar cuál fue su participación en la narrativa histórica, resulta exasperante y muy poco fructífero. Al punto de que el primer historiador boliviano de esta región, Enrique Finot, en su clásica “Historia del oriente boliviano”, acusó a los cronistas de no comprender, de mencionar arbitrariamente y hasta de inventarse estos nombres. En consecuencia, desistió de usarlos en su trabajo.
Por supuesto, la antropología contemporánea no puede opinar como Finot; ella abarca la disciplina de la etnohistoria, cuya materia prima no es otra que las referencias historiográficas escritas (comenzado por las coloniales) y orales de los grupos indígenas. Esta disciplina ha realizado un vasto trabajo de aclaración y cotejo de fuentes, sin superar sin embargo la misma sensación de frustración que acabamos de referir. Hoy se piensa que resolver el rompecabezas completo quizá sea imposible. Esto no quiere decir que no se haya avanzado en la comprensión de los procesos étnicos que se han producido desde la Conquista y, en gran parte, como consecuencia de esta. En su último y fascinante libro, la antropóloga especializada en los pueblos de las tierras bajas del país, Isabelle Combès, nos comunica estos avances bajo la forma de un esquema de reglas para descifrar los “etónimos” (nombres de pueblos) que aparecen en los anales de la inmensa zona que bordea por el este la Cordillera Real desde el norte amazónico hasta el Chaco. Al hacer esto, que a primera vista parece un tema exclusivo para antropólogos, Combès ha escrito simultáneamente un análisis del “funcionamiento” concreto de las identidades, que establece la dependencia de estas de las relaciones y las designaciones, y también sus múltiples transformaciones a lo largo de los siglos. Con solo un poco de esfuerzo, uno puede aprender muchísimo, tanto de la historia y el presente de las identidades indígenas bolivianas, como de unos fenómenos identitarios que son objeto de intensa discusión en la actualidad. Se trata, entonces, de un libro importante para cualquier lector interesado en el país y en los debates contemporáneos.
Una primera regla de decodificación identitaria es que toda identidad es relacional, es decir, depende de los otros. Muchos de los nombres extraños que las crónicas y los documentos coloniales señalan como propios de un pueblo X, son en realidad los nombres que les daban a esos pueblos: a) los traductores que usaban los españoles, b) otros pueblos que proporcionaban a los conquistadores referencias sobre X. Por eso, en muchos casos estos nombres no estaban en las lenguas de los pueblos que designaban y fueron mutando a lo largo de los siglos conforme los contingentes de traductores o de neófitos de las misiones cambiaban y con ello cambiaban también las lenguas de salida que los cronistas traducían al español. El ejemplo más interesante es el de un pueblo ubicado en el área que ahora conocemos como Chiquitania, que los españoles escucharon que se llamaba “tapi-miri”, una frase guaraní que significaba “esclavo pequeño”. Era, por tanto, una nominación ferozmente despectiva. Inseguros sobre la traducción precisa, los españoles dieron con la de “chiquitos”, que luego se convertiría en un importantísimo etónimo colonial, pues las misiones jesuitas (siglo XVII y XVIII) convertirían a decenas de grupos indígenas distintos, hablantes de varias familias lingüísticas diferentes, en indiferenciados “chiquitos” y les enseñarían a hablar “chiquitano”. Posteriormente, el etónimo se convertiría en un topónimo, la provincia de Chiquitos, de donde saldría Chiquitania y la identidad contemporánea “chiquitana”. Este nombre tan conocido, entonces, tiene su origen en la mala traducción de una designación despreciativa y en el peculiar colonialismo de los jesuitas, pero, a la vez, sirvió en el transcurso del tiempo como señal de identidad de un pueblo concreto, que se reapropió de esta denominación.
Como es lógico, dada la relación más temprana de los conquistadores con los pueblos andinos, varias de las designaciones de los grupos orientales provinieron de aquellos, de sus prejuicios y su racismo. Por ejemplo, “guarayos” era una designación quechua que significaba “hombres con taparrabos”; así como “chunchos” y “yungas” eran la manera inferiorizante con que los incas se referían a los “salvajes” de la selva. Algunos de estos nombres siguen usándose en ese sentido racista, como “guarayo” en el Beni; otros han sido reapropiados por pueblos concretos. Sin que haya una etimología precisa, parece que “camba” también pasó por un proceso similar: primero era despectivo, como se mantiene en algunos casos en Santa Cruz, pero se convirtió en todo lo contrario, en un etónimo que evoca la blanquitud oriental frente a la indigeneidad “colla”.
Estos procesos muestran, nos dice Combès, primero, que los nombres no siempre equivalen a la gente, es decir, que la misma gente puede tener muchos nombres, lo cual contribuye al confusionismo de la paleo-etnohistoria. Segundo, que los mismos nombres pueden designar a una gente en un momento y a otra en otro. Tercero, que los grupos humanos van cambiando de nombres por efecto de procesos políticos, económicos y sociales; pero al mismo tiempo van cambiando ellos mismos, de modo que resulta estúpido decir que los matacos de antaño (nombre despectivo) “son” los weenhayek de hoy; o que “se han convertido” en ellos. Volvemos a la premisa de la que partimos: las identidades son posicionales (yo soy boliviano para un paraguayo, paceño para un cochabambino, masista para un pitita, derechista para un masista, etc.) y, además, están históricamente condicionadas (ni “pitita” ni “masista” existían en los años 90). No son esencias, en suma, sino construcciones sociales, dentro de las cuales revisten mucha importancia las designaciones del poder. Y, por ende, no hay identidades “verdaderas” y “falsas” más que en una situación dada, que depende de las interrelaciones y el contexto general.
Combès desestima los intentos de sus colegas de hacer que una identidad actual se transforme –en la práctica o en la teoría– teniendo como referencia un origen “auténtico”. Aunque, todo hay que decirlo, parece más convencida de este su relativismo cuando habla de los procesos de apropiación y reapropiación de las identidades de cierta antigüedad, y menos convencida cuando se refiere a los esfuerzos actuales de recreación y reinvención identitarias, como el de la Constitución de 2009. Ni siquiera las mejores intelectuales pueden dejar de tener su corazoncito político. Así es el juego de las identidades.
No se crea que Combés cae en el subjetivismo posmoderno. Para ella el flujo de las identidades no es ilimitado ni arbitrario, porque en ese caso, no valdría la pena estudiar la etnohistoria, los etónimos, ni fijarles unas reglas de decodificación y transformación. Aunque, a la derridiana, las identidades sean interpretaciones e interpretaciones de interpretaciones, al mismo tiempo, a la Eco, existen límites e imposibilidades de interpretación que revelan la existencia de una realidad trascendente al pensamiento y la palabra. Por ejemplo, en la selva colonial, ningún indio, fuere de la denominación que fuera, podía ser confundido con un “carai” o “carayana”, esto es, con un blanco. Y para transformarse en uno mestizándose iba a necesitar al menos dos siglos.